Daniel Cortez
Las letras de cartas perdidas en botellas fueron extraviadas en el tiempo, en las promesas hechas al aire de un camino juntos tomados de la mano, que más tarde se perdieron en ausencias.
Aquella noche, naufrago del huracán que arrasó la dicha, el pescador aprendió a nadar, por instinto, dejó de tragarse las mentiras que en saldas dosis bebía sediento de esperanza en las copas de las sirenas, fue mutilado tantas veces hasta ya no creer, hasta sentir que respirar ya no era necesario, entonces cerró sus ojos y maldiciendo a la vida se resignó a morir.
Un relámpago repentino aturdió la oscuridad nebulosa e iluminó el horizonte, el viento intento limpiar la zona en busca de un alma buena que creyó en el amor, el cielo se despejaba poco a poco, en aquel momento el pobre hombre herido abrió los ojos, notó que alguien lo miraba, la luna en ese frío y extraño invierno no se había olvidado de él, y como nunca nadie lo había visto así, con esa ternura, él entendió que aún valía la pena llegar a la orilla por ver la plateada luz resplandecer.
El oleaje llevo al pescador a esa isla desierta donde comenzar. El hombre tomó un puño de arena, lo dejó caer mientras seguía embelesado, sanó sus heridas y prometió volver por ella cada vez que la viera.
El mar siempre mueve la tierra de alguna manera, de esta forma destruye el pasado e inicia de nuevo la vida, los sueños vuelven a conocer la humedad de un oleaje, la muerte y la vida consienten el comienzo de otra verdad.
