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Oquetza, camino a la raíz 2023-10-25

Maíz II

| Carla Valdespino Vargas

Soy de Maíz, pero no fue Ixmucamé 

quien puso el precioso elixir en mi vida, 

sino mi abuelo

Yo era una pequeña en edad preescolar y poseía poca información sobre mi abuelo. Cuando lo visitábamos, de acuerdo con la época del año, veía cómo cambiaba el maíz de lugar: el maíz en la milpa, el maíz en el patio, el maíz en los colotes, el maíz en la bodega de la tienda.  Mi memoria se detiene aquí.

Al entrar a la bodega los costales se erguían apilados a mi derecha y los granos yacían ocultos a mi mirada; del lado izquierdo el paisaje era diferente costales abiertos mostraban el maíz de todos los colores y entonces, introducía mi mano lo más profundo que podía, placer infantil que culminaba al esconder un puñado de maíz negro en el blanco y un poco de amarillo en el negro. Placer que inhibía el miedo a ese gran cuarto oscuro relleno de maíz.

Estaba de visita con mi abuelo, eso garantizaba la delicia de sumergir mi mano en el chiquihuite y sacar una tortilla de maíz, caliente, recién salida del comal. Pero al vivir con mi abuelo fui testigo fiel del proceso de creación.

En la bodega había un costal de maíz exclusivo para nosotros, entonces doña Vale iba por él todos los días; recuerdos, estas palabras son sólo recuerdos y en mi memoria está la imagen de ver cómo salía el maíz del costal, mientras el tamo dejaba su huella por el aire. Acto seguido, iríamos a la cocina grande a lavar el maíz, para después ponerlo a cocer con un poco de cal, en unas horas el nixtamal estaría listo; hervía, hervía… pero la señora Valeriana no podía esperar a que terminara el proceso porque tenía que regresar a casa y debía caminar un buen tramo. Así que en varias ocasiones me tocó apagarle al fuego.

No todos los días, pero de vez en cuando ayudaba a la señora Vale a recoger la masa del molino y meterla a la cubeta. Después iríamos al fogón de la cocina grande porque ahí había mejor fuego y entonces, yo veía cómo se formaban las bolitas, para luego ser aplastadas en el tortillero y finalmente descansar en el comal. No, nunca aprendí a echar tortillas, pero sí las podía recoger sin quemarme y colocarlas en el chiquihuite. Cuando la labor terminaba, cargábamos la preciada mercancía a la casa del abuelo. 

No aprendí a manejar el molino, a mis nueve años era peligroso, pero sí muchas veces miré el proceso de picar piedra y en algunas ocasiones intenté realizar dicha tarea: marcar con un cincel las líneas inclinadas en la piedra circular; el tictictictic inundaba el patio por las tardes, pues en la mañana temprano estarían las señoras listas con su nixtamal, ansiosas de convertirlo en masa para “echar tortillas” y poder comer, aunque sea eso.

La creación: el grano luchando con la tierra por salir para pintar la milpa de puntos verdes, que con el tiempo se convertirían en grandes plantas de maíz y entonces, después de llover, correr entre los surcos, aspirar el aroma de la tierra mojada y regresar a casa con los pantalones llenos de lodo, pero con elotes en las bolsas para cocerlos, cenarlos con chile y limón o asarlos al día siguiente en alguna elotada organizada en el huerto. 

El proceso que más me gustaba era el de la cosecha, cuando todo el campo se tornaba amarillo… la planta moría, se entregaba a las manos de los peones, cientos de costales se llenaban, para luego complacer a los colotes ávidos del precioso grano. Mi parte favorita era cuando desgranaban y entonces me sentaba cerca del molino a observar cómo la mazorca se dividía en grano y olote. A veces mi abuelo me metía a la casa porque me llenaba de tamo, aunque algunas ocasiones, me mandaba por la aguja y el lazo para coser las arpillas.

El mejor momento era cuando terminaban de desgranar y los olotes quedaban regados por el piso… la guerra comenzaba: todos contra todos a punta olotazos. Cierto día un proyectil se impactó en mi boca, me salió mucha sangre, casi pierdo el colmillo derecho, aún queda la cicatriz de aquella cruenta batalla.

Si el maíz se humedecía no podían guardarlo así en la bodega, se pudriría; entonces lo tenían que secar, adornaban el patio con todos los granos amarillos. Mi hermana, mi primo y yo jugábamos a hacer costales pequeños de maíz y transportarlos en un pequeño camión de volteo, pero lo más divertido era tomar un puño y lanzarlo al cielo, para verlo caer como nieve amarillablancanegra, claro después habría que recogerlo. Mi recuerdo más fuerte es cuando el maíz brillaba con la luna otorgando un toque diferente a las noches.

El maíz en la tienda se vendía por cuartillos, al principio la medida era un misterio para mí. La primera vez que me pidieron un cuartillo de maíz no supe qué hacer y puse 250gr. La persona que recibió la mercancía se quejó y mis primos o hermanas remediaron el problema. Entonces aprendí que un cuartillo equivalía a 1.5 kg. la medida exacta para cocinar 60 tortillas.

Pasaron los años y las tortillas de maíz se acabaron, ya no hubo doña Vale, ya no hubo fogón…pero sí maíz, mi abuelo se dedicó con más ahínco a vender y comprar maíz, pues las crisis ya no permitieron sembrar y cosechar como antes, fue cuando comprendí el conflicto que vivía el país y aprendí que el precio más alto al que había llegado el maíz en ese momento fue de 5 pesos por kilo.

Espacio de reflexión decolonial sobre el mundo mesoamericano y

las naciones indígenas del siglo XXI

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Nacional
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