07/May/2024
Portal, Diario del Estado de México

ROSTROS ITINERANTES. Prólogo y Primera Parte

Fecha de publicación:

PRIMERA PARTE 

CAPÍTULO 1 

Era un día de diáfana luz en Texcoco. 

           Llegó corriendo, como siempre, alocado. Atrás de su espalda ocultaba algo con las manos, lo que hacía aún más aturdida su carrera. Su madre, embarazada, sentada ante el balcón abierto, detuvo su bordado y alzó la cara, sorprendida. 

        –Andrés María… ¡Me vas a matar de un susto! 

        –Mamá…–contestó el chico con la voz entrecortada por la carrera– ¡Mira lo que me ha regalado Tiburcio por cumplir hoy once años!  —Y mostró a doña Emilia un gran cuaderno de dibujo. 

        La mujer lo tomó en sus manos. 

        –Qué bonito obsequio. Con lo que a ti te gusta dibujar… ¿Y le diste las gracias correctamente? 

        –Sí, claro. Aunque sea un viejito, Tiburcio es mi mejor amigo –declaró el niño recogiendo el cuaderno y dispuesto a salir de la sala. 

        —Por principio Tiburcio es una persona mayor, no un viejito. Y además, tienes muchos “mejores amigos”, están tus condiscípulos Pablo y Lalo, y tus vecinos Teresa, Josefina y Filomeno, José.… 

        –Bueno, pues también ellos son los mejores amirgos–replicó Andrés. 

        –Por lo menos he tenido un hijo con un corazón en donde bien puede caber el mundo entero. ¡Qué distinto es tu hermano!… 

—¿Por qué? —preguntó Andrés que no había convivido mucho con el primogénito que le llevaba casi diez años. 

Doña Emilia volvió su mirada nostálgica hacia la calle. 

—Él es tan bueno como tú, pero le falta tu alegría, es tan serio… en fin, allá en la ciudad de México, con los estudios que hizo de metalurgia, ya espabilará un poco su carácter. 

Andrés sonrió con toda ingenuidad: 

—A lo mejor el niño que te va a traer la cigüeña se parece más a mí. 

Emilia no tuvo más que reírse ante la ocurrencia. 

—Que sea una criatura sana y tan noble como mis dos hijos y eso será suficiente… Y ya basta de charla: acuérdate que pronto vendrán algunas personas a felicitarte, así es que ve a lavarte la cara y las manos y arréglate el traje. 

        El niño corría ya hacia su habitación. 

        –Sí —gritó—, pero antes juntaré todos mis dibujos y los guardaré en una carpeta, porque este libro lo estrenaré con tu cara. 

        Antes que doña Emilia pudiera aclarar lo que acababa de escuchar, Andrés añadió:     

        –Prepárate, que ahora vuelvo para empezar a dibujarte. 

        Poco después iluminados por una suave luz violeta que la tarde proyectaba a través del balcón, Andrés dibujaba con un mano suave, segura, ágil, mientras su madre, divertida, posaba para él con una leve sonrisa más en la mirada que en sus labios. Ella no sabía nada de arte, pero le gustaban los dibujos que hacía Andrés María: pájaros, árboles, una casa en lontananza entre dos cerros picudos, flores, ojos, bocas sonrientes, gente caminando por la calle, vendedores de dulces…, y todo le parecía que podría merecer un buen marco para colgarse en algún lugar de la casa. Sin embargo, no se atrevía a hacerlo porque siempre esperaba que fuera su marido quien dispusiera las cosas. 

En tanto el papel se iba llenando de trazos, Andrés conversaba. 

        —…Y es que Tiburcio me ayuda en las tareas para que tenga yo más tiempo de dibujar. Como vive juntito a la escuela, siempre encuentra un momentito para mí. Dice que él sí sabe que yo tengo mucho talento para el dibujo. 

        —Es un buen hombre, no cabe duda –respondió doña Emilia–, pero el vicio del alcohol acabó con su profesión de profesor y con todo lo que tenía hasta obligarlo a vivir en ese jacal donde apenas cuenta con un poco de tierra para sembrar lo que se come. 

        —No sólo eso, mamá, Tiburcio tiene sus gallinas y vende los huevos. Además, gana dinero escribiendo cartas a quienes no saben escribir. Y ni te creas: él conoce muchas, pero muchas cosas. Y él dice que yo puedo llegar a ser un gran pintor. 

        —Bueno, bueno, eso ya se verá, lo importante es que se le agradece este cuaderno que quién sabe cómo pudo comprarlo. 

        Al pequeño le molestaba que su madre menospreciara a su amigo, por lo que cambió el tema abruptamente. 

        —¿No extrañas a mi hermano? 

        La mujer desvió el rostro para ocultar el humedecimiento de sus ojos. 

        —Por supuesto que lo echo de menos. Ya ves, estamos solos; tu padre casi no asiste en la casa… —Y reponiéndose de ese momento de debilidad, altiva se volvió hacia Andrés—. Pero Gabriel es el mayor y la ley de la vida es que los hijos se alejen de sus padres para emprender sus propios caminos. Además, le está yendo muy bien en su trabajo. 

        Entonces la voz de Andrés adquirió un tono especialmente dulce que enterneció profundamente a la señora. 

        –Sí, claro… Yo no quiero que te preocupes nunca, que siempre estés contenta. Mira, me tienes a mí ¿ves? –Y súbitamente se encendió su semblante en un gesto de alegría—: ¡Y estoy dibujando tu retrato…! 

        Días después, cuando Andrés le mostró la obra terminada, doña Emilia tuvo un sobresalto: era algo así como la premonición de que su hijo era un niño especial. En esa tela vio algo de sí misma que ningún espejo podía reflejar. 

        Entonces ella dijo algo que asombró a Andrés agradablemente: 

        —Es tan bonito que quiero tenerlo conmigo, así es que hazme favor de arrancar esa hoja y darme el dibujo. 

A la semana siguiente, el chiquillo tuvo una sorpresa mayor: sobre su buró estaba colocada la pintura dentro de un modesto pero bonito marco. Doña Emilia, en un acto inusitado, había determinado enmarcarlo sin ni siquiera comentárselo a su esposo. De esa manera, la buena señora le demostraba a su hijo cuán importante era para ella su talento. 

                                                           *** 

FOTO 4  

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