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Eugenio, Emma Mauricia, Carlos Hugo: lo que julio se llevó

Maricruz Castro Ricalde

Este mes ha sido cruel para la vida cultural de Toluca. Sobre todo, la de los años ochenta y noventa del siglo pasado. Un maestro ejemplar: Eugenio Núñez Ang. Una escritora que con su vida también dijo mucho: Emma Mauricia Moreno. Un amigo que aspiraba a impulsar otro tipo de sociedad y valores: Carlos Hugo González Calderón. 

Eugenio Núñez Ang fue mi profesor en la Facultad de Humanidades de la UAEM y dirigió mi tesis de licenciatura en Letras Españolas. Me dio clases en los dos últimos semestres de la carrera, después de una larga y gran expectativa. Su curso sobre teatro latinoamericano le abrió a mi generación un panorama de excepción en torno a un género literario que él amaba y del que sabíamos poco o nada. Mi tesis de licenciatura fue distinta al tipo de escritos usuales para conseguir la titulación. Fue sobre el mejor suplemento literario de principios de la década de los ochenta: Sábado, publicado por el unomásuno. No era una monografía sobre un texto literario, según la costumbre de la época. Eugenio me animó muchísimo a romper con la idea de qué podía o no ser una tesis o de qué se podía escribir en ella. Así era él: estimulaba la diferencia. No temía empujar, de a poquito, los límites y retar, de una manera muy particular, a la academia. En algún otro momento escribiré sobre su orientación sexual y el profundo significado que entrañó tener a Eugenio como modelo de vida, para tantas generaciones universitarias y normalistas.

Con Emma Mauricia Moreno estudié toda la licenciatura. Era abuela ya, cuando ingresó a la Facultad. De contar sólo con estudios elementales, hubo un momento en su vida que significó un quiebre y de ahí, nadie la paró. Y ese quiebre fue la escritura. Fortuitamente entró a un taller literario con el legendario Roberto Fernández Iglesias, “el Gordo”, fuelle que la impulsó a avanzar en sus estudios y en su obra literaria. Casi cuatro décadas atrás, esta mujer casi adulta mayor, con el pelo tintado en un rojo furioso, con dos pares de anteojos que intercambiaba (para ver de lejos y para leer), sentada entre personas dueñas de una juventud ofensivamente inmadura, significó una anomalía aleccionadora. Su novela corta Aglaura puede ser leída a través de la compilación que de ella publicó el Fondo Editorial del Estado de México. Y en ella podemos constatar la enorme vigencia de los temas que Emma abordó desde hace muchos años: la anorexia, la violencia doméstica, el peso de los estereotipos y sus repercusiones en las mujeres jóvenes.

A Carlos Hugo González Calderón lo conocí a través de una de las personas que más quise y admiré en Toluca: era hijo del legendario Carlos Héctor. A pesar de que conviví muy poco con el padre, pues un infarto fulminante se llevó al entrañable “marsupial”, él me heredó el contacto con la tropa González Calderón. Uno de los logrados cuentos de Alejandro Ariceaga recoge en simpáticas pinceladas el organizado desorden familiar. El Huichi era uno de los protagonistas estelares: mucha gente sabía de las tres carreras universitarias que, casi simultáneamente, había estudiado. De su viaje a la lejana Australia, con un puñadito de billetes en la bolsa. Impetuoso y sin filtros apenas: era tan hiperbólico como sensible. Sus entradas eran estridentes: se tiraba al piso, gritaba tu nombre, lo acompañaba de interjecciones, gesticulaciones y toda suerte de frases adornadas con un vocabulario de excepción. Carlos Hugo fue apagándose con el tiempo. Como personaje público, me da la impresión de que nos quedó a deber. Como persona, lo sigo teniendo en el corazón como un amigo leal, sincero, honesto, profundamente cariñoso.

Toluca ha perdido, con escasos días de distancia, a Eugenio, a Emma Mauricia y a Carlos Hugo. Cada uno, a su manera, cambió la faz de la cultura y el devenir universitario y colectivo en la ciudad. Con la torpeza característica que da el “después se los digo”, nunca pude hablarles sobre cómo tocaron mi vida. Mi agradecimiento tardío para los tres.

(Foto: Facebook)


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