2021-11-17-el-parque-rojo

El parque rojo

Por fortuna para el arribista, se imponen las escondidillas, su juego favorito. Siempre se ha sentido más en sosiego entre las sombras del silencio, que lo van curtiendo como experto seleccionador de escondites. Los tres cruzan la calzada polvorienta, lo único que se interpone entre ellos y el Parque Revolución o, como todos lo conocen, el Parque Rojo, por las numerosas bancas rojas en todo su contorno, antes ocupadas por prostitutas. Con el régimen actual, sólo los yonquis se atreven a habitar el lugar franqueado por la estatua descabezada de Carranza.

Del otro lado de la calzada Independencia es todo silencio. Los amigos se congregan bajo la farola parpadeando con demencia. Se percibe un aire tétrico y de densidad considerable. Emilio rememora lo escuchado en la radio:

–Oigan, los de la radio dijeron que hoy nadie podía salir después de la media noche.

El Güero le dice que cómo se cree las mamadas que escucha en la radio, y en el acto lo pone a contar:

–Hasta el cien, pero lentos, ¡cabrón! 

Con las manos bañadas en sudor, Salvador defiende a su amigo: 

–¡A ti nunca te toca contar, Güero! ¿Y si lo que escuchó Emilio es cierto?

–Ya vas a empezar de miedoso, igual que todos los de tu pinche pueblo —revira desafiante el Güero, con su mirada incendiaria. 

Salvador, herido más por la cantidad de puñaladas que por su fuerza, se mantiene firme, preparado a esconderse como nunca.

Emilio se pone a contar sobre el trasero frío del general. Salvador sale disparado a la otra orilla del parque. Allí, un pasadizo escalonado, previamente visualizado en su mente, lo arroja al metro. En el subsuelo encuentra una podredumbre que sólo el olvido pudo dejar. El Güero camina rápido hacia la fuente destartalada y, una vez sentado, comienza a fumar.

El individuo termina el conteo en medio de un silencio glaciar. No pasa mucho tiempo para que visualice la silueta pálida, como de fantasma, bajo el humo. Se echa a correr hasta la estatua y, ¡zas!, le da una nalgada. 

—¡Undostrés por el Güero, que está en la fuente!

—Ni estoy jugando, morro castroso —le replica la voz, acercándose—. Anda, ve a buscar al maricón de tu primo antes de que nos caiga encima la media noche. 

Con el corazón dando brincos, Emilio se lanza a la búsqueda. Pasa revista a cada árbol y cada banca del lugar. Sólo encuentra basura y pipas de cristal. Muy nervioso, vuelve, suplicándole al Güero que se sume a la búsqueda; pero sólo hasta que faltan quince minutos para las doce le obedece. Agitados, sudando en frío, no encuentran ni rastro de él.

Para ellos han pasado apenas segundos cuando escuchan el estruendoso y prolongado chillido de la camioneta patinándose sobre la avenida. Su derrape en un intento de virar sobre el rojo es fructífero. Presas del terror, rompen filas. Uno corre despavorido. Otro arroja su pecho a la tierra suelta. El enfermo de fanatismo reporta en su radio el avistamiento de los comunistas que habían estado rastreando, y desciende de la 4x4 dispuesto a cazarlos.

Con la Kalashnikova en mano –apodada Cuerno de Chivo–, empieza a rafaguear como maníaco, al mismo ritmo frenético de la luz última de la farola. Ni el soplo del viento escapa. Las bancas desgastadas se tiñen de un rojo vivo, como no se les había visto en años. El sanguinario arrebato extrae a Salvador de sus sueños, mientras el parque vuelve a quedar mudo bajo la luz parpadeante.

Mario Pineda Chávez (Ciudad de México, 2000). Ha colaborado en la revista Ideario. Es integrante del taller de narrativa de Grafógrafxs.


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Nacional
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