No sé quién la vio primero, no estoy segura de quién tuvo la visión clara y la mente suficientemente fría. Escuché a Sofía gritar. Yo estaba en la cocina sirviéndome agua fría en un vaso. No era algo que me preocupara, así que esperé hasta que mi vaso se llenó por completo, lo tomé y caminé a la habitación. Vi la cuna fuera de su lugar, las sábanas y ropaje de cama en el suelo y no vi a Sofía. Allí comencé a sentirme mal. Había rasguños en las paredes y el cuarto parecía haber sufrido un ataque. Entonces grité yo. Eduardo, mi hermano, fue a la habitación y me vio llorando. No pude explicarle lo que había pasado. Escuchamos a Romeo, nuestro padre, gritarnos: “Rápido, busquen a Sofi”. Su voz resonó en la casa y por unos instantes Lalo y yo no nos movimos.
Entonces papá volvió a gritar: “Ándale, Narcisa, Eduardo, su hermana, búsquenla”. Ese grito nos hizo movernos. Lalo y yo nos miramos unos segundos y decidimos que teníamos que buscar en lo profundo de la casa. Me levanté y corrí fuera de la recámara. Las letras que colgaban en la puerta con su nombre estaban ahora en el suelo. Lalo no me siguió. Corrió hacia otra profundidad de lo que llamábamos hogar.
Mis pasos, en comparación con los suyos, no resonaban, yo había elegido el camino con alfombra. La casa tenía largos y estrechos pasillos y un cambio de temperatura que podía sentirse en la habitación de nuestros padres. Cuando era niña evitaba entrar en ese cuarto tanto como podía, sin embargo, algunas veces papá me pedía sus cigarrillos y yo entraba corriendo, los tomaba de la silla que fungía como su mesa de cama y corría tan rápido como podía para salir. En más de una ocasión derramé la jarra con agua que papá tenía sobre esa silla. Él solía decirme que debía ser más cuidadosa, pero yo no soportaba el cambio de temperatura. Siempre me pregunté por qué ese cuarto era tan frío y por qué los pasillos eran tan abrumadores. Mamá tampoco pasaba mucho tiempo allí. Siempre la veía afuera. Era la última en irse a la cama y cuando despertaba, ella ya estaba en la cocina.
Me tomó mucho tiempo llegar al baño. Teníamos un sanitario para hombres y uno para mujeres. No sé por qué pensé que Sofía podría estar allí. Noté que todavía tenía el vaso en mis manos, el líquido se había derramado. Lo puse en el suelo. Me mojé la cara y me miré al espejo. Mis ojos me dejaban ver un semblante cansado. Pensé que en realidad yo sólo estaba imaginando. Cerré los ojos. Volví a abrirlos lentamente. Busqué otro reflejo. Escuché el grito de papá: “Narcisa, estamos en la sala, encontramos a Sofi”. Entonces es cierto, pensé desanimada. Papá sonaba un poco más calmado, quizá no estuvimos en peligro, pensé con un poco mejor ánimo.
En la sala papá estaba con una silla intentando alejarnos lo más posible de los dientes afilados y las garras de mamá. Sofi estaba envuelta en una toalla en los brazos de Lalo y papá usaba todo su cuerpo para intentar crear distancia. Papá volvió a gritar: “Salgan por la puerta de la cocina, después suban las escaleras de espiral”. Lalo se movió primero y me gritó: “Narcisa, muévete, ven”.
Me costaba trabajo entender qué estaba pasando. Del otro lado de la mesa estaba mamá con garras largas, dientes afilados y pupilas negras alargadas sobre su brillante ámbar cotidiano. Pensé solamente unos segundos, luego hablé: “Mamá, ¿eres tú?”
Lalo regresó por mí. Me tropecé en las escaleras, pero papá me ayudó a ponerme de pie. La silla ya estaba tan mordida que pronto sería sólo varas, necesitábamos poner más distancia entre nosotros. Sofi nos esperaba en la azotea viendo el cielo. Lalo subió a dejarla antes de volver por mí. Nos sentamos en el piso y noté que papá sangraba. Escuché nuestra respiración apresurada y sentí el viento en mi piel. Me puse de pie y me asomé hacia abajo. Mamá seguía al pie de la escalera. Escuchaba un extraño sonido provenir de ella; pensé que me estaba llamando y apreté los puños.
Papá me pidió mi celular. No me había dado cuenta, pero yo tenía en la mano derecha fuertemente apretado mi celular. Se lo di. Limpió la pantalla con su playera. Marcó 911. Al cortar la llamada, papá nos dijo: “¡Tenemos que decir la verdad!”.
Mamá se convirtió en dinosaurio. No fue gradual, así que en la familia estamos tranquilos porque sabemos que no podíamos hacer más. Quizá si hubiera sido poco a poco nos hubiera dado tiempo de realizar algunos cambios en la casa. Pienso que podríamos haber adaptado la covacha para que viviera con nosotros. No es que no quisiéramos estar con ella. Hacía mucho tiempo que nadie ocupaba esas cosas. Podríamos haber sacado esa basura que guardábamos allí y dedicar el espacio para mamá, pero no lo hicimos. Yo creo que todavía nos hablaba, pero es cada vez más difícil visitarla donde la encerraron. Nos queda muy lejos y como no está, yo tengo que hacerme cargo de Sofi. Por lo menos puedo pensar en ella cuando veo mi reflejo en el espejo, tengo sus ojos.
Siempre me ha gustado escribir. Fue tan natural que poco después de aprender a leer me encontré también intentando escribir. Sin embargo, es algo que había dejado un poco olvidado. El taller de narrativa de Grafografxs ha traído de vuelta ese aspecto de mí. Me encanta tallerear cuentos y leerlos desde otros ojos, bagajes y mentes. Si te gusta escribir y lo has dejado, vuelve, ¡te esperamos! Si nunca lo has intentado, ¡eres bienvenidx! Leer y escribir son tareas complementarias.
Alejandra Gotóo (Ciudad de México, 1991). Estudió Lengua y Literatura Inglesa en la UNAM. Actualmente estudia la maestría en Antropología Social en la Universidad Iberoamericana. Es autora de la novela Ruptura (Ediciones Oblicuas, 2011). Es integrante del taller de narrativa de la revista Grafógrafxs.
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