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ROSTROS ITINERANTES de Delfina Careaga. Segunda Parte. Capítulo II 2

ROSTROS ITINERANTES” 

NOVELA ACREEDORA A LA BECA FOCAEM 2012 

(Inspirada en la vida y obra del pintor Felipe Santiago Gutiérrez) 

DE DELFINA CAREAGA

SEGUNDA PARTE. CAPÍTULO III

Durante la Segunda intervención Francesa que comenzó en los años de 1861-1862, Francia, aliada de España y el Reino Unido, invadió la República Mexicana. Pero, finalmente, los españoles y los británicos se retiraron en abril de 1862, mientras que el ejército francés permaneció allí, sin perder la esperanza de conquistar al país.

      Entre tanto, el 9 de septiembre de ese mismo año de 1862, a los 38 años de edad, Andrés María emprendía su travesía a las tres de la madrugada al subir al coche que ya estaba dispuesto. Él ignoraba que no volvería en mucho, mucho tiempo a Toluca. El pintor y sus compañeros de viaje, que iban llegando unos tras otros envueltos en sus capas, se dieron los buenos días. El pintor escuchaba, como si aún no hubiera despertado, las voces de los criados que arreglaban los equipajes y uncían los caballos, produciendo un eco onírico en la soledad y el silencio que reinaba a esa hora. Cuando estuvo todo listo, el cochero restalló el látigo y los animales empezaron a caminar. Después, adquiriendo velocidad, las ruedas crujieron secamente sobre el empedrado de las calles.

         Se había propuesto escribir sus experiencias en una especie de “diario”, pero en forma de “cartas” dirigidas a una imaginaria María, en realidad Mariana, a sabiendas que ella jamás las leería. Allí se explayaría como si su amada se hubiese vuelto su mejor amiga.

         “Desgraciada o afortunadamente ---escribía después--- poseo un alma ardiente a cuya ambición el mundo es pequeño para satisfacerla, y esto me infunde aliento para torturar mis sentimientos y para alejarme de los objetos que me son caros, ahogando su voz en lo profundo de mi corazón… Pero ¿qué quieres? Es preciso lanzarme al mundo y correr de peligro en peligro para conquistar un nombre en el exterior de nuestro país y ofrecérselo a México”.  

         Cuando el carruaje cruzó la línea divisoria entre el Estado de México y el de Michoacán, Andrés se sorprendió al ver cómo la vegetación cambiaba y se volvía poderosa, exuberante. Así llegaron a Querétaro.

Uno de los grandes problemas que tuvo que afrontar, fue el traslado de sus pinturas, las que podían enrollarse y meterse en tubos o contenedores de latón y cuyo transporte era a lomo de burro. Andrés, constantemente se detenía para asegurar esta clase de equipaje y constatar que dichos tubos no sufrieran ninguna avería. Al cruzar un puente, el cielo les envió una descarga cerrada de agua, volviendo absolutamente intransitable ese camino convertido en un mar de lodo.

Al día siguiente, el coche entraba a la ciudad de Querétaro a las cinco de la tarde. Desde un principio, Andrés supo que, por fin, se hallaba en una verdadera capital, así de hermosa y de animada la encontró.

         Luego de haber tomado un cuarto en una hostería, se dirigió directamente a la dirección que Ignacio le había indicado y que no era otra que el domicilio de la familia Castellanos. Desde la entrada, Andrés admiró la hermosa y enorme puerta de nogal tallado en bellos dibujos. Con satisfacción tomó la manita de metal para llamar. Pronto un sirviente le abrió la puerta.

         La casa era preciosa. Andrés se sintió dentro de una atmósfera elegante, aunque no afectadamente ostentosa Nada había allí de mal gusto, ni de vulgar derroche. Mientras esperaba, pensó que las personas que iba a conocer, debían poseer una definitiva aristocracia, no la de títulos ridículos, sino aquella, la legítima, la del espíritu.

         En ese instante entraban don Carlos Agustín y doña Mercedes, ambos de mediana edad, señoriales y a la vez sencillos.

         —Qué pena de no haber sabido su llegada, maestro —dijo doña Mercedes caminando hacia a Andrés a quien le ofreció su mano.

—Y es que el abogado Sánchez Molina, quien nos escribió un telegrama, ignoraba el día de su arribo —añadió don Carlos Agustín como una disculpa.

         Andrés se apresuró en responder:

         —Por favor, no se inquieten. Ni yo mismo sabía cuándo estaría en Querétaro. Estoy encantado en conocerlos y ponerme a sus órdenes.

         —Y nosotros a las suyas, don Andrés. Los amigos de Ignacio los consideramos nuestros amigos desde el primer momento, y con mayor razón a personas de la valía de usted.

         Más tarde, conversando amablemente, Andrés empezó a conocerlos: La pareja era sencillamente encantadora. Tenían ya casi 40 años de casados pero nunca fueron bendecidos con un hijo. Por ello, habían adoptado a la hija de una sobrina lejana quien había muerto al darla a luz.

         —Amelia, nuestra hijita adoptiva, fue a su clase de bordado. Pero regresará a la hora de la comida, a la cual, usted, don Andrés, está cordialmente invitado.

         Él aceptó con gusto.

         Hablaron de todo: de la Academia de San Carlos, de Ignacio Sánchez Molina, de Toluca de donde era don Carlos originario, de las contiendas bélicas que tanto habían hecho sufrir a México.

         —¿Cree usted, maestro Andrés, que mi marido todavía le suspira a su ciudad, a pesar de haber permanecido en Querétaro desde que se casó conmigo?

         —Bueno, eso de suspirarle, vamos, es una exageración —replicó sonriendo don Carlos.

         —Pues yo lo puedo entender perfectamente —dijo Andrés—- A pesar de su clima tan frío, Toluca tiene algo que quien llega difícilmente puede dejarlo. Díganmelo a mí que me ha costado un gran trabajo decidirme a viajar.

         —¿Verdad que sí? —preguntó ingenuo el anfitrión.

         Andrés y doña Mercedes rieron del ingenuo comentario. En ese instante se escuchó cómo se abría y cerraba la puerta de la casa.

         —Ay, ¡ya está aquí mi Amelia! —dijo la señora poniéndose de pie muy contenta.

         Y entró de mano de la institutriz una niña muy linda, alta y delgadita de 13 años, pálida, con grandes ojos color de miel, y un sedoso pelo de un negro azulado peinado en largos y brillosos bucles. Su actitud al ver de pronto a un desconocido fue femeninamente tímida. Sus padres adoptivos la presentaron y ella hizo una graciosa reverencia. Y ya su actitud se suavizó con una deliciosa semi-sonrisa. Era entonces fácil advertir que estaba bien educada mostrándose natural e inteligente.

         La comida estuvo deliciosa. Andrés la agradeció halagando a doña Mercedes como una cocinera excepcional. La reunión se realizaba tranquila y feliz. No obstante, cuando el pintor volvía su rostro hacia la niña Amelia, una confusión instantánea lo invadía por la profunda mirada de los claros ojos de la chiquilla que se posaba en los suyos de una manera de suerte tan fija que parecía magnética. Y Andrés, sin explicárselo, apartaba su vista de la muchachita.

Por la tarde, él y el señor Cervantes salieron a dar una vuelta por la ciudad. Al pintor le parecieron espléndidos los tres conventos principales de monjas: Santa Clara, Santa Teresa y Capuchina. También visitaron otros y varias iglesias, como la de San Agustín, de hermosa fachada churrigueresca, y Santa Teresa, obra del arquitecto Tres-guerras. Don Carlos lo llevó después a que conociera la Academia de Bellas Artes, así como el Teatro de Iturbide, edificación muy bella semejante al Nacional de México, y que su construcción había costado ¡nada menos que cien mil pesos! Y durante todo el paseo, Andrés no dejó de admirar las hermosas casas de la soberbia ciudad.

         —Es una verdadera lástima —dijo Castellanos— que nuestra Academia se encuentre en completa decadencia, porque además de estar encargada a dos profesores ineptos (y bien sabe Dios cuánto me pesa decirlo), sólo cuenta con una pequeña cantidad mensual que le asigna el gobierno, y que, por supuesto, no logra suministrar todas sus necesidades.

         Ya casi oscureciendo, ambos caballeros se encaminaron hacia el monumento más famoso de Querétaro: la arquería o monumental acueducto del agua potable que fue construido a principios del siglo XVIII por el Marqués del Águila, según aseguraban los queretanos. 


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Nacional
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