29/Mar/2024
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ROSTROS ITINERANTES de Delfina Careaga. Capítulo XV

Fecha de publicación:

ROSTROS ITINERANTES” 

NOVELA ACREEDORA A LA BECA FOCAEM 2012 

(Inspirada en la vida y obra del pintor Felipe Santiago Gutiérrez) 

DE DELFINA CAREAGA

CAPÍTULO XV

Cinco días después, el siguiente viernes, Andrés volvía a tocar a la puerta de los Zubieta. Lucía desencajado, con la corbata a medio hacer, los ojos hinchados y unas enormes ojeras que denunciaban el infierno que pasara durante ese lapso. Y se reprochaba constantemente haber sido tan estúpido. Mariana era la lúcida y todos los demás los borregos siguiendo el camino que otros les trazaban. Ciertamente le había costado trabajo llegar a ese punto de vista. Necesitó arrancar toda su memoria conceptual, sus valores. Pero lo importante era que había triunfado la inteligencia, y sobre todo ¡el amor! Ahora estaba de acuerdo con ella, pero aun sin estarlo la seguiría, no en el pensamiento lógico y profundo, sino incluso en sus desvaríos y hasta en sus aberraciones si los tuviera. Se enfrentaría a sus propios escrúpulos y a los escrúpulos de su familia, de sus amigos porque si de algo se hallaba seguro era que la amaba. Volvió a tocar. Era extraño que no atendieran inmediatamente como siempre lo hacían. Por fin, abrió el mayordomo, muy serio, muy propio —a su pesar se distrajo pensando en esas palabras “muy propio”. Y luego, con repugnancia se dijo a sí mismo—: ¡qué absurdo término! ¡Qué absurdo es el mundo entero!   

         —Porfirio —dijo Andrés de inmediato— ¿está la señorita Mariana?

         El aludido cerró brevemente los ojos y levantó la barbilla al responder.

         —La señorita, junto con sus señores padres, salieron el martes pasado para Veracruz.

         —¿Para el puerto?

         —Precisamente, con el fin de tomar el barco español que sale hoy para Europa. Los señores, excepto la señorita Mariana, se dirigen a España.

         El corazón de Andrés pareció dejar de latir.

         —¿Y ella?… Mariana ¿a dónde ha ido? —casi le gritó al sirviente.

         —Lo ignoro, maestro. Parece ser que tampoco comunicó sus planes a su familia.

         —¿Y el señor Tomás?

         —En el Instituto, en sus clases… Muy buenos días, don Andrés.

         Y cerró la puerta lentamente ante la paralizante impotencia de Andrés quien, sin poder asumir la realidad, permaneció inmóvil un buen rato frente a la puerta cerrada.

         Al llegar a su casa buscó el viejo libro deteriorado donde había escondido sus ahorros. Con manos temblorosas contó los billetes. Hizo un ademán de angustia: faltaba mucho para poder comprar un pasaje al extranjero. Ese día, sin justificar su falta, no había ido a dar clase; no le importaba, en realidad ya no le interesaba nada más que reunirse con Mariana y explicarle, asegurarle que haría lo que ella deseara, y que ya nunca la dejaría. Salió de nuevo a la calle. Corriendo llegó al Instituto pero no se dirigió a su salón, sino a las oficinas de la dirección. La secretaria de Sánchez Molina sonrió al empezar a decirle que el maestro se encontraba en una junta de profesores. Pero sólo pronunció las primeras palabras. Andrés, atropelladamente, abría ya la puerta del despacho del abogado.

         Ignacio, rodeado de varios caballeros ante una gran mesa redonda, lo miró sorprendido.

         —¡Andrés!…

         —Le suplico… ¡Me urge hablar con usted a solas! ¡Por favor! —Andrés sintió que ya no tenía fuerzas. Los profesores se levantaron de inmediato.

         —Discúlpenme, maestros —les dijo Sánchez Molina—. En un momento vuelvo a estar con ustedes.

         Andrés bajó la cabeza en tanto los demás salían de la habitación. Cuando quedaron solos, Ignacio se le acercó con un gesto preocupado. Puso su mano en el hombro del muchacho. Su voz se escuchó ronca, sombría.

         —¿Qué pasa? Me está asustando, Andrés. ¿Qué ha ocurrido?

         Andrés ya no pudo más y se desplomó en un sillón.

         —Se ha ido, Ignacio. Yo la he dejado ir. Y no puedo vivir sin ella. No quiero vivir sin ella…

         El abogado acercó otra silla y al sentarse solícito le dijo:

         —Se refiere a Mariana, ¿verdad? Sí, supe que volvieron a Europa. Es verdad que el viaje me pareció precipitado. Pero… dígame ¿qué sucedió entre ustedes?

         —La amo locamente —respondió Andrés poniendo sus manos sobre un brazo de su amigo—. Ella me ha exigido una condición que me era imposible aceptar. ¡Por eso yo mismo la dejé marcharse! ¡Yo mismo la perdí! Y ahora es demasiado tarde…

         —Vamos, vamos, serénese, tranquilícese por favor…

—¡No! —respondió Andrés sumamente alterado— No hay tiempo que perder. ¡Debo seguirla! Y por eso he venido con usted. ¡Resulta imprescindible que me preste dinero para el viaje! ¡A cambio del préstamo, en garantía, le dejaré mis cuadros, mi Tratado de Pintura que acabo de terminar y que podrá usufructuarlo, venderlo, qué se yo! ¡Se lo ruego! ¡Se lo imploro!…

El semblante cordial de Sánchez Molina se trastocó en un gesto de disgusto.

—¡Basta ya de tonterías, Andrés! ¡Cálmese y condúzcase como un hombre! De otro modo, yo no podré escucharlo.

Andrés respiró profundamente, y humilde, bajó la mirada.

—Perdóneme, amigo mío. Perdí la cabeza y…

—Escúcheme —dijo Sánchez Molina—. Yo puedo darle el dinero que usted me pida y no necesito ninguna garantía: usted es como un hermano para mí. Pero no se trata de actuar impulsivamente. Vamos a hablar con calma, como dos adultos, y así reflexionaremos en lo que mejor convenga, ¿De acuerdo?

Era un día gélido. El sol, demasiado débil, aumentaba en la gente la urgencia de calor.

 Andrés escuchaba tembloroso la voz de Sánchez Molina como un eco lejano del cual le llegaban con claridad los conceptos morales de la época, pero sin esa rigidez morbosa con que la religión y la sociedad los proclamaban. Después de todo el abogado era un liberal, y desde ese ángulo miraba la dignidad no sólo como un valor, sino como lo más indispensable para la convivencia humana.

—Reflexione, Andrés. Si ahora, por seguir a Mariana, da la espalda a sus responsabilidades, a su pasión –yo creo que la verdadera— por la pintura, a todo su futuro, es decir, abandona usted su vida entera, ¿no cree que su tormento será lo mismo, o peor, en el supuesto caso de que se reúna con ella? La desesperación por encontrarla ahora, bien habla de su dependencia hacia Mariana. Y de esta manera pienso que esta relación no le traerá nada bueno, además que conociéndola a ella como creo conocerla, al verlo despojado de su virilidad y personalidad, sería Mariana misma quien terminaría por rechazarlo. ¿O me equivoco? 

El corazón de Andrés se debatía en una batalla sin cuartel. Sabía ciertas y sensatas las palabras de su amigo; pero, por otro lado, sentía que sin ella no le alcanzaba el aire para respirar.

Sánchez Molina, con voz cálida y tranquila le hizo ver toda la realidad. Andrés iba tranquilizándose poco a poco. Era como ir despertando de una pesadilla. La idea de forzar su propia opinión para acceder a las ideas subversivas de Mariana, le empezó a parecer en él una actitud de sometimiento.

—Quizás con el tiempo –Ignacio repitió su pensamiento en voz alta–, usted o ella cambien y coincidan. Ignoro en qué estriba esa contradicción, y no es importante que yo la conozca. Pero cualquiera que ésta sea, obstaculiza sin remedio la realización del amor, porque dos que se aman tienen que estar de acuerdo en lo esencial, en cómo se explica cada uno la vida… ¿O no tengo razón, querido amigo?

Andrés no contestó de inmediato. Se cubrió la cara con las manos y así permaneció por unos instantes. Luego, cuando las apartó, su rostro era el de quien ha sido vencido.

—Sí, Ignacio, sí, tiene usted toda la razón –dijo suavemente.

–¡No sabe qué descanso siento que haya comprendido, Andrés!… Bien, ¿por qué no se toma unos días de descanso? Yo hablaré mañana con sus alumnos, y no habrá problema. ¿Qué me dice?

Andrés se levantó despacio, se sentía inmensamente cansado. Dio la mano a Ignacio que la rechazó para abrazarlo fuertemente.

—Recuerde que su espíritu, amigo mío, está rebosante del mejor de los amores: su arte.

*** 

Esa noche, al llegar a su casa, Andrés fue directamente a la cama, se acostó vestido y así durmió más de 15 horas. Al día siguiente se levantó como convaleciendo de una enfermedad grave. Recordó entonces todo lo acontecido en una mezcolanza en donde la imagen cariñosa de Ignacio volvía a su mente una y otra vez.

Sentado con una taza de café en la mano, el caos interior fue diluyéndose poco a poco hasta dejar su alma vacía. Su mente parecía haber quedado aletargada después del sufrimiento. De pronto, el cartero le dejaba correspondencia. Su corazón empezó a palpitar fuertemente, aunque de inmediato pensó que una carta de Mariana, en tan poco tiempo, era imposible. Ya en sus manos, vio que se trataba de una misiva de Enrique Javier. Prendió la chimenea y se sentó ante el fuego. Por unos minutos permaneció en silencio, hipnotizado por las llamas. Después, abrió el sobre. Al principio no entendía la letra grande, redonda y clara de su amigo; tuvo que cerrar los ojos un momento, concentrarse y volver a leer.

Enrique Javier le hablaba ahora de que ya estaba por terminar su estadía en Roma y que pronto volvería a su patria. Por otro lado, inusitadamente conmovido, le hablaba sobre un pintor griego que había vivido en España: El Greco, y le enviaba una pequeña reproducción de una de sus pinturas. Andrés quedó estupefacto: el cuadro que miraba era una pintura alargada, que desde un plano inferior mira a la ciudad de Toledo. Lo que sin duda sobresale es un cielo de nubes negras, furioso, de ciega tormenta. Algunos edificios se encuentran colocados en posiciones diferentes que se adivinan inventadas, pero que, a la izquierda, representan al castillo de San Servando. Por debajo de éste, existen otras construcciones y a la derecha miramos el Alcázar y la catedral con su campanario; en el centro se advierte el corte del río Tajo atravesando el puente de Alcántara. Los monumentos se ven iluminados por una luz que no es ni la del día ni la de la noche y que, no obstante, retrata nítidamente todos los perfiles de la pintura.

El Greco (Domenikos Theotokopoulos) (Greek, Iráklion (Candia) 1540/41–1614 Toledo) View of Toledo,

Sí, el estilo era una especie de barroco, pero el paisaje era concebido de muy distinta manera a todo lo que Andrés conocía, pues siempre había vivido en un ambiente que veneraba el realismo más riguroso. No obstante, también aquí percibía con asombro una realidad más certera que la de los maestros cuyos pasos seguía sin cuestionamientos.

Durante ese día y el siguiente, Andrés acudía de pronto a ver de nueva cuenta la estampa. Cada vez que lo hacía encontraba algo nuevo. Aquel pintor griego y español había pintado exactamente lo que vio… pero con los ojos del espíritu. Aquella ciudad gris se mostraba sobrenatural. Era una ciudad del alma, bajo las ráfagas de las descargas eléctricas que simbolizaban la luz y la sombra de la esencia humana. Era como si el Greco se empeñara en ignorar toda huella de lo real tras el paso, tras las devastaciones de la clarividencia. Así pues, nada es, tal era su punto de partida, tal es la evidencia que ha conseguido vencer y rechazar para llegar a la afirmación: ¡todo es!

En esos días extraños, en completo encerramiento, Andrés volvió a leer a los escritores místicos de España, a Teresa de Ávila, a San Juan de la Cruz, a Fray Luis de León. En todos ellos descubría la misma pasión por lo ignoto que Andrés percibiera en El Greco. Parecían dotados del poder de tocar lo inmaterial y contemplar lo invisible. Era increíble cómo habían hallado las justas palabras que sugerían la ruda grandiosidad de sus almas. El cuadro explicaba a la poesía, mientras, a su vez, ésta hacía entendible a la pintura.

 Santa Teresa de Jesús escribiendo. Felipe Gil de Mena. Mediados del siglo XVII

         El tiempo se deslizaba de puntillas, calladito. Andrés pensó que todo esto era como un mensaje muy importante transmitido en una lengua ignorada y que no podía descifrar, pero que lo conmovía profundamente. Y entonces comprendió mejor que nunca lo que Ignacio le había dicho: “el hombre no debe confiar su vida al azar, pues su voluntad es poderosa”. Así, Ignacio lo volvía a la ambivalencia de la vida obligando a su pensamiento a saltar con facilidad de lo oscuro a lo claro.  

         Y en ese instante, aquel misterioso deseo de su corazón que hasta entonces no había podido develar, se le esclareció con una luz meridiana: tenía que viajar, tenía que ir a España y conocer ese país que había generado aquella otra realidad en la poesía y en la pintura del Greco.

         Este descubrimiento lo exaltó. ¡Era eso: viajar! Viajar pintando en un éxodo constante en donde el conocimiento de otros lugares a él le añadiera conocimientos y sabiduría espiritual a su pintura, la cual daría a conocer internacionalmente. Hasta ese momento pareció despertar y abrió su puerta para salir a la luz…

         Tomás Zubieta fue la única persona a quien confió su conflicto con Mariana. Tomás lo comprendió perfectamente porque era el mismo problema que él mismo sostenía con su hermana.

         —Es una criatura extraña, lo sé —le dijo a Andrés—. Lo peor de todo es que puedo reconocerle, como a ti te pasa, su lúcida y pura concepción de la existencia, pero ha nacido muy pronto y por ello se halla fuera de lo que ahora es nuestra estructura cultural.

         —Es cierto, vivimos en una sociedad que aún está lejos de comprenderla —añadió Andrés—, por eso la condena y la vuelve una proscrita y yo, Tomás…  —aquí se detuvo un instante—, y yo soy un vil cobarde que no tengo el valor para acompañarla por la vida.

         De inmediato Tomás lo interrumpió:

         —No te lo reproches, Andrés, has actuado sensatamente. Tú eres un ser inteligente que de una acción impulsiva mides las consecuencias nefastas, en este caso para ella y para ti. Y digo nefastas porque ambos son dos caudillos de destinos diferentes. Jamás podrían complementarse. Chocarían irremisiblemente. Y hasta creo que la propia Mariana en el fondo quedaría decepcionada si tú insistieras en vivir con ella: ¡la vida de ambos sería un infierno! —–Tomás bajó la cabeza, apesadumbrado—. Siendo tan cercana está muy distante de su familia; eso es justamente lo que ensombrece la vida de mis padres y la mía.

         —¡Qué paradoja! —musitó el pintor—: amarla tanto por comprenderla tan hondamente… y sin embargo…

         —Yo creo —dijo Tomás en voz baja— que no es consciente en ti, pero resulta evidente que todo tú has preferido la pintura… —Y luego, añadió—: Sobre todo, no olvides, que el amor es algo más que el deseo de estar juntos.

         Después permanecieron unos momentos en silencio. Luego Andrés recordó esa especie de epifanía que había experimentado hacía poco. Y su corazón latió con toda su fuerza.

         Mentalmente le comunicó a Gabriel —como si su hermano viviera— su deslumbrante decisión.

         —¡Magnífico! —su amigo interrumpió su reflexión—. Es una idea maravillosa, Andrés. ¿Cómo y dónde piensas ir? ¿Y cuándo?

         —¡Por favor aguarda un momento, Tomás!, ¡si yo mismo apenas acabo de saberlo! —le respondió Andrés, otra vez… sonriendo.

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