Paroxetina
Claudia y yo estamos seguras de que un día terminaremos con nuestras vidas, lo presentimos, no tenemos una idea clara de nuestro futuro, es decir, no nos imaginamos viejas ni con paz, este dolor no se aleja. Ella dice que la forma en que terminará con el sufrimiento que la persigue será arrojándose de un edificio o al más puro estilo de Virginia Woolf. Yo le digo que tomaré pastillas; me quedaré dormida y ya.
Y no, no hablamos de esto todos los días, solamente a veces, cuando recordamos cómo nos conocimos, cuando, torpemente, yo me acerqué a ella en una fiesta, porque la vi sola en un rincón. No sé por qué no la dejé en paz, eso era lo que quería y yo interrumpí su soledad; pero llamó mi atención, una chica hermosa en un escondrijo. No importa, ahora somos buenas amigas, compartimos medicamentos cuando a una no le alcanza para comprarlos. La paroxetina es barata, pero no es nuestra prioridad tenerla, aunque no tomarla nos haga regresar al punto donde empezamos, con brotes de pánico y ganas de que el mundo, nuestro mundo, acabe.
Claudia usa una loción riquísima de frambuesa. La usa sobre todo cuando está terriblemente ebria; ese es su aroma, alcohol combinado con frambuesa. Nos reímos de todo cuando está así, para luego llorar porque no comprendemos por qué a nosotras nos pasó esto, pero pudo haber sido peor, pudimos haber nacido deformes. Nuestra anomalía está en el interior, bien adentro, pocos pueden notarla.
Ramón notó la mía una mañana que nos encontramos para desayunar. Me dijo “muéstrame tus brazos”. Se los enseñé y miró mis cicatrices. Sonrió y comentó que lo sabía, que llevaba tiempo observándome, los cambios de humor, de mirada, de personaje.
Me asustó, quise gritar del miedo de que alguien me estuviera vigilando, pero decidí seguir escuchándolo. Hablamos de cómo adquirimos esta enfermedad, nos burlamos cruelmente, éramos niños hermosos y frágiles, nos rompieron cual muñecos de porcelana y se desarrolló el mal. Apareció primero como una tristeza aguda y un miedo profundo. Luego, al no poder comprender lo que nos habían hecho y para no recordarlo cada noche, aparecieron los remedios que da la mente para calmar este tipo de angustia.
Ramón me conoció en una época extraña de mi vida. Trabajábamos juntos, en una oficina cualquiera, donde por alguna razón no nos hablamos hasta salir de ese lugar, solamente nuestras miradas y sonrisas se cruzaban a la hora de la comida y a la salida de ese sitio. Ramón también toma paroxetina, pero su problema es más hondo.
Clonazepam
“Esto sabe delicioso”, pienso. El líquido quema mi lengua y mientras eso ocurre mi pulso se vuelve más lento. Pongo otras cuatro gotitas debajo de la lengua para que el efecto sea más rápido y fuerte. En el medicamento busco una sensación placentera más que una reacción tranquilizante.
Ramón coloca cinco gotas en el plato del gato. Dice que es lo correcto, que quiere dormir y que no lo deja con su llanto. Ambos, el gato y yo, tomamos el brebaje para no molestar a nadie con nuestro dolor.
*Estos fragmentos forman parte de la plaquette Cluster B, disponible en http://grafografxs.uaemex.mx/vista/descargas/pdf/cluster_b.pdf
.
Silvia Yulmaneli Moreno León (Santa María Zolotepec, 1993). Egresada de la carrera de Filosofía de la UAEM. Publicó Pizarnik: el frenesí hecho poesía (editorial Norte/Sur, 2019) y Cluster B (Grafógrafxs, 2021). Es integrante del taller de narrativa de la revista Grafógrafxs.
Categoría: Nacional |
Etiquetas:
No hay etiquetas asociadas a éste artículo. |
Vistas: 94 |