Después de una larga recta pisando el acelerador a fondo, disminuyo la velocidad al escuchar un ruido del lado izquierdo de mi deportivo. Estaciono el automóvil a un costado de la autopista, y al bajar descubro que un neumático se ha pinchado. Por suerte cuento con una refacción en la cajuela y veinte minutos después logro reemplazar el neumático averiado. Cuando parecía que había resuelto el inconveniente, en milésimas de segundo otro automóvil derrapa a centímetros de mi cuerpo. Hasta ese momento dudaba de las personas que veían pasar su vida ante sus ojos antes de morir. Es entonces que mi instinto de conservación me lleva a agazaparme al lado de la puerta, y en un largo parpadeo aparece en mi cabeza el día en que nació mi hija y la primera vez que me perdí en los brazos de su madre. Poco después, al abrir los ojos, noto que una decena de personas auxilia al conductor del otro vehículo y contemplan absortos el momento en el que me incorporo imperturbable y subo a mi deportivo. De inmediato, para no perder más tiempo, presiono el botón de encendido y verifico la hora en el tablero: son las tres treinta y tres de la madrugada.
Al llegar al aeropuerto documento en la sala premier de la aerolínea y abordo mi vuelo con destino a Nueva York. Llegando al corporativo de la farmacéutica, el CEO ignora mi presencia y pasa de largo como si no existiera. Debe tener una gran idea en la cabeza y no sabe cómo ejecutarla, infiero a unos pasos de mi oficina. Si usara una libreta de apuntes al igual que yo, no tendría que vivir absorto en sus pensamientos. A su lado, sus dos esbirros perciben un olor extraño y olfatean mi traje igual que un par de sabuesos entrenados. Sentado detrás de mi escritorio, contemplo la impresionante vista a otros rascacielos mientras bebo lentamente el café que preparó mi asistente.
Siete días después regresó a la Ciudad de México. Una vez en casa, mi pequeña hija me recibe saltando a mis brazos y yo le correspondo con un beso en la mejilla. Acto seguido, mi mujer se acerca, y tras un beso en los labios me invita a pasar a la mesa para cenar en familia. Al terminar, arropo a mi hija y leo uno de sus cuentos preferidos. Más tarde, sintonizo la serie favorita de mi mujer, y al recargar mi cabeza en sus muslos platicamos un largo rato antes de quedarnos dormidos.
La semana siguiente salgo nuevamente de viaje para continuar mis funciones como gerente regional de la farmacéutica. Los días transcurren con normalidad hasta que recibo una llamada de un hospital. Bárbara, mi mujer, y Lilibeth, mi pequeña hija, se encuentran gravemente enfermas. De regreso a la ciudad, a paso veloz entró al hospital y subo a uno de los elevadores. Al lograr controlar mis nervios, siento con mayor intensidad un frío glacial que invade todo mi cuerpo. Sin darle mayor importancia, hallo el cuarto en el que se encuentra mi esposa y mi hija. La seguridad del lugar es pésima: nadie preguntó a dónde me dirigía, si quisiera hacerle daño a cualquier paciente, sería sumamente fácil, pienso. Al mirar a Bárbara y a Lilibeth siento que mi corazón se sale de su lugar y no puedo evitar que mis ojos estallen en lágrimas. Ambas tienen parte del rostro destruido y de color negro, como si su piel se estuviera pudriendo de adentro hacia afuera.
—El médico que nos atiende dice que se trata de una bacteria que necrosa el tejido vivo —explica Bárbara, con la voz entrecortada y tratando de no acercarse—. Es una bacteria muy contagiosa; por favor, aléjate de mí, Ricardo.
—Papá, me estoy convirtiendo en un monstruo —gritó Lilibeth, corriendo a mis brazos y esperando encontrar en mí las respuestas a tan terrible mal.
—No llores, pequeña, esto debe tener una solución —aseguré, abrazando a ambas contra mi pecho, sin importarme qué tan contagiosa era la supuesta bacteria.
—Lo primero que tenemos que hacer es salir de este lugar —anuncié, ayudándole a ambas a quitarse la intravenosa.
Al caminar por los pasillos del hospital, otros pacientes miraban con repulsión sus rostros. De frente a nosotros, una mujer vomitó a sus pies y otro enfermo que arrastraba un tripié con un suero evitó pasar al lado de mi hija. La realidad era que no contaba con un plan. Sin embargo, en estos casos el hombre de la casa debe mostrarse seguro y fingir que tiene todo bajo control, sin importar que se esté muriendo de miedo, incluso si se debe formular una o varias mentiras piadosas para encubrir una terrible verdad. Al bajar por las escaleras de servicio un par de camilleros nos descubrieron y al cargar en mis brazos a Lilibeth le pedí a Bárbara que corriera lo más rápido que pudiera. Tras cruzar la puerta giratoria de la salida, los dos hombres desistieron en su intento por atraparnos. A unos pasos del deportivo, les pido a Bárbara y a Lilibeth que esperen dentro, con el fin de regresar al hospital y revisar sus expedientes médicos.
En la entrada hay una cincuentona con un cachorro en brazos, y este, al verme, comienza a ladrar con una violencia que no es propia de un animal de su raza. Dejando atrás a la mujer y al cachorro, igual que la vez anterior, llego a la recepción y aprovecho la distracción de los empleados para entrar al archivo y tomar prestados los expedientes médicos de mi mujer y de mi hija. Al encontrarlos y leerlos rápidamente me percato de que Bárbara y Lilibeth llevaban una semana internadas y que varios especialistas de otros hospitales de la ciudad revisaron su caso. Estos aconsejaron que, de conformidad con los protocolos de sanidad del país, las mantuvieran en cuarentena.
—Bárbara, ¿por qué demonios esperaste varios días para avisarme que estaban internadas en este lugar?
—Al principio creí que no se trataba de algo tan grave, discúlpame —explicó con la mirada vidriosa y la voz apagada.
—¿Algo más que deba saber?
—Ayer un séquito de médicos entraron al cuarto y aseguraron que la bacteria había invadido el torrente sanguíneo de tu hija y el mío —reveló Bárbara, tapando los oídos de Lilibeth con la intención de que no escuchara—. Por lo tanto, según ellos, tenemos los días contados antes de que la bacteria necrose toda nuestra piel.
—No puede ser —expresé, llevándome las manos a la cara.
—¿Sigues amándome?
—¡Qué tonterías preguntas! Siempre te querré, a pesar de que la vida nos dé un revés como este.
—¿Algún médico mencionó una cura?
—No. Todo lo contrario.
—¿A qué te refieres?
—Uno de ellos es epidemiólogo y asegura que la bacteria la contrajimos por tener contacto directo con un muerto. ¿Puedes creerlo? Insinuó que practico la necrofilia.
Conduzco en silencio hacia nuestro hogar. Finalmente, en mi cabeza disipo el ruido de mis pensamientos y conecto los puntos que estaban dispersos y hasta ahora no tenían sentido. Al llegar a casa, finjo realizar una serie de llamadas con el objetivo de encontrar un médico que tenga una cura para la bacteria que invade el cuerpo de las dos mujeres que más amo en esta vida. Más tarde, le aseguró a Bárbara que el dueño de la farmacéutica, por medio del CEO, me ha recomendado un médico que tiene la solución a nuestros problemas. No obstante, esta cadena de mentiras forman parte de un plan que gira en torno a una verdad que estoy por corroborar al entrar al estudio y encender el ordenador. Sentado frente a la pantalla, tecleo el día y el lugar del accidente que tuve semanas atrás. Minutos después compruebo que mi mayor miedo es una realidad y lo anoto en mi libreta de apuntes. Por la tarde, acudo a la farmacia, compró dos cajas de jeringas y un medicamento con un nombre largo y poco conocido. De vuelta a casa, lleno dos jeringas con agua y se las inyecto a Bárbara y a Lilibeth. Cada veinticuatro horas repito la dosis del placebo y a la par la necrosis se expande en sus cuerpos. Cuarenta y ocho horas después, ambas perdieron la capacidad de comunicarse, debido a que su boca se había convertido en un enorme hueco, al igual que su pecho y la boca del estómago. Horas más tarde, sus corazones dejan de latir y ejecuto la parte final del plan. Esperando que sean las tres treinta y tres de la mañana, aguardo junto a ellas con el propósito de que regresen de la muerte de la misma forma que yo lo hice. Sin embargo, nada sucede, así que decido permanecer a su lado el tiempo que sea necesario. Días después, sus cuerpos comienzan a desprender un olor fétido y nauseabundo que alerta a los vecinos, quienes llaman a la policía. Ahora ellas están muertas y yo soy un muerto en vida. Pienso en mil y un formas de suicidarme para salir de este plano de realidad en el que estoy atrapado. En ese instante golpeo mi cabeza contra la pared con la finalidad de hacerme el mayor daño posible. Sin éxito, regreso al ordenador y busco la forma más eficiente de desembarazarme de la muerte, de la vida o de lo que quiera que sea esto. Los días consecuentes intento cortarme las venas, tirarme de un puente, asfixiarme con el humo del escape, incluso ingiero una botella de vodka mezclado con un frasco entero de clonazepam. Nada funciona hasta que uso unas esposas para encadenar mi cuerpo a una gran roca que ruedo hacia el fondo del lago que circunda nuestra casa de campo. En el trayecto, en medio de una profunda oscuridad que me transporta al vientre de mi madre, la fauna marina esquiva mi cuerpo como si se tratase de cualquier pedazo de basura que la gente avienta al agua. Finalmente, logro ahogarme. No obstante, recobró la consciencia cinco minutos después y me ahogo de nuevo, inmerso en un bucle sin fin en el que vuelvo a la vida y regreso a la muerte. Cada vez que abro los ojos me pregunto qué hice para merecer tal castigo. Resignado a padecer esta tortura por toda la eternidad, alzo la mirada y observo a un buzo bajar hacia mí. Al acercarse, introduce una llave en el orificio de las esposas y me lleva con él hacia la superficie. Cinco minutos después, contemplo absorto el cuerpo de Bárbara y el de Lilibeth. La necrosis ha desaparecido. Son tan hermosas como la última vez que las vi sanas.
—Papi, ¿creíste que íbamos a dejarte en el fondo del lago?
—Pequeña Lilibeth, pensé que estaban muertas y que jamás las volvería a ver.
—Lo estamos, igual que tú —soltó Bárbara, flexionando las rodillas y besando mis labios con sus gélidos labios—. Después de salir de la morgue caminando por nuestro propio pie, encontré en la caja fuerte tu libreta de apuntes.
—Sí, papá, ¡tu plan funcionó!
—Ahora podremos vivir felices por toda la eternidad —citó Ricardo, al final de su libreta de apuntes—, seremos la envidia de todos aquellos que mienten piadosamente para lograr la vida eterna.
Amén.
Miguel Oscos (Toluca, 1985). Es egresado de la licenciatura en Informática de la Universidad Autónoma del Estado de México. Es autor de El lado B de la vie (Caligrama, 2017) e Inconsciénteme (2020). Forma parte del taller de narrativa de Grafógrafxs.
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