2021-11-02-el-buscavidas

El buscavidas

Un día cualquiera, caminando por una avenida de la ciudad, la Josa y yo nos madreamos a un par de fulanos. La Josa tenía un pretexto para masacrar hombres de mediana edad en las calles: en sus rostros veía la cara de su tío, el que le dio tremendos follones de niño. En cambio, yo no tenía justificación para actuar de esa manera. Entre crujidos de los huesos rotos y la sangre que brotaba de sus bocas, el más golpeado dejó de recuerdo un ojo desorbitado en una jardinera. “No cualquiera aguanta unos patines en la cara con tus botas de combate”, mencionó la Josa antes de que los fulanos huyeran del lugar reptando y suplicando piedad. Fue entonces que caminé hacia la jardinera, flexioné mis piernas y guardé el ojo desorbitado en mi abrigo Balenciaga que, por su estilo desgastado y sus formas asimétricas, los malandros de nuestro barrio pensaban que se trataba de una prenda de segunda mano.

Bajo una tibia llovizna veraniega que caía sobre nosotros, la Josa y yo regresamos a la furgoneta abandonada en la que pernoctábamos. Tras quitarme el abrigo y las botas de combate, le hice un orificio a la cabeza de maniquí que la Josa usaba para colgar sus pelucas, con el propósito de insertarle el ojo del fulano. Acto seguido, se me hizo fácil bajar por los chescos a la Jota, quien hábilmente no metía los dientes y lubricaba con saliva suficiente. Después de terminar, limpié sus labios con un pañuelo desechable. Cuando la Josa levantó la mirada y notó la transformación de su cabeza de maniquí, vomitó a mis pies.

“Desde la semana pasada no distingo la diferencia entre un lunes por la mañana o un viernes por la noche”, comentó la Josa, como le digo de cariño a la Jota, mi amigo y compañero de juerga. Él se autonombra Jota. Pobre diablo, de niño se lo follaba uno de sus tíos, y ahora debe cargar con ese issue. Desde que tengo memoria, la Josa trabaja como tamalero. En la madrugada su jefecita cocina el producto, y la Jota, antes de las diez de la mañana, se encarga de vender los tamales en esta y otras colonias de la ciudad.

–No la chingues, José Luis. Vas a dejar a tus hermanos sin comer –lamentó con un grito ahogado su jefecita, tratando de alcanzarnos, mientras la Josa y yo nos alejábamos en el triciclo de tamales.

–Detesto que me llamé José Luis.

–Lo sé, Josa –dije, bajando el tono de voz y colocando con suavidad mi mano izquierda en su nuca. Ese tipo de detalles volvía loca a la Jota.

–Gracias, Sebastián. Eres la única persona que me comprende, pero ya no soportó ver llorar a mi jefecita.

–No te agüites, Jota, en cuanto nos llegue una lana desempeñamos el triciclo y nos vamos a jurar al Carmen –contesté a la Josa, logrando convencerlo.

Que quede claro que la Josa se volvió jota porque uno de sus tíos se lo follaba de niño. Le pido al lector una disculpa si repito esta parte del relato, no quiero que pasen por alto que José Luis se convirtió en lo que es ahora por los tremendos follones que le daba de niño ese tío, y no por elección, como muchas otras jotas. La Josa no pudo elegir. No había vuelta atrás o, mejor dicho, le gustaba que le dieran por atrás.

Con la lana del triciclo, el tamalero compró activo y seis botellas Rancho Viejo. Con mi parte compré unos ajos. Primero me di un toque con la mota que me había regalado un camarada y luego me acabé a chupetones un LSD. Supongo que todos tenemos vacíos que pretendemos llenarlos con otro vacío, igual que tratar de tapar un bache con otro bache. Desde el primer mal viaje que me di con esas chingaderas, comencé a entablar conversaciones con Epicteto. Así nombré a la cabeza de maniquí de un solo ojo, a la cual también le dibujé una boca y un par de cejas despeinadas con el labial negro de la Josa. Decidí no ponerle orejas, con la intención de que el muy cabrón no escuchara los gemidos de la Jota al morder la almohada. A veces chillaba igual que una ratoncita, no se le podía follar con maldad. Era tierna y suavecita.

–¿Por qué te disculpas con el lector? –preguntó Epicteto, juntando y separando sus labios igual que un pececillo que boquea fuera del agua.

–Disculpa que me justifique reiteradamente. Es una costumbre que adopté desde muy pequeño.

–¿Qué tipo de costumbre es esa? –preguntó altivamente Epicteto, demostrando que podía escuchar sin tener un par de orejas–. ¿Por qué me miras así?

–Discúlpame, Epicteto.

–Deja de disculparte. ¡Te comportas como un imbécil!

–Te ofrezco una vez más una disculpa. De niño, al disculparme, mi intención era evitar que la madre me impusiera un castigo. Ella creía en el perdón como una forma de redención. Por lo tanto, así evitaba que se desquitara conmigo cuando mi padre la golpeaba.

–¿Por qué te refieres a ella como la madre?

–Para evitar sentimentalismos. Eso lo aprendí de la Jota, y él, a su vez, lo aprendió en un anexo doble “A”, donde, por cuarta vez, su jefecita estuvo a punto de internarlo al enterarse de que empeñamos el triciclo de tamales.

–¡Entiendo! —exclamó Epicteto—. Por cierto, ¿aún vive tu madre?

–No. Ella murió en brazos de mi padre, cuando el muy ojete le estampó el cráneo en la pared.

–¡Magnífico! ¡Espléndido!

–¿¡Estás pendejo o qué!? –farfullé, haciendo un esfuerzo por no desmadrar a Epicteto.

–No digas nunca respecto a nada “lo perdí”, sino “lo devolví”. ¿Murió tu hijo? Ha sido devuelto. ¿Murió tu mujer? Ha sido devuelta.

–¡Explícate, cabeza de maniquí! 

–Mientras te lo da la vida, ocúpate de ello como de cosa ajena, como se ocupan de la posada los que van de paso.

–¡Ah, chingá! Ahora sí te expresaste igual que un filósofo y no como una cabeza de maniquí.

–Por cierto, mañana, mientras duerman, un pajarito se posará en la ventana y cantará para ti.

–¿Y esa cursilería qué tiene que ver conmigo?

–Al cantar, dicha ave revelará lo que tienes que hacer para no pisar la cárcel por el crimen que cometieron tú y el tamalero al mandar al hospital a aquellos fulanos.

–Eso sí me interesa —comenté poco antes de caer en los brazos de Morfeo. 

Dormitando, mi mente iba de ida y vuelta en una montaña rusa que parecía no tener final. Por alguna extraña razón, después de chingarme unos ajos los primeros pensamientos que aparecen en mi cabeza son comparaciones que jamás había elucubrado. Surgen de la nada, de alguna parte de mi mente que perteneció a otro cuerpo. Un cuerpo con una mente más sofisticada y con mayor plasticidad. Por ejemplo, al pensar en la montaña rusa, recordé que en aquella parte del planeta a dicha atracción le llaman, irónicamente, montaña americana. Fue entonces que una perdiz de pecho gris y dorso rojizo se metió por la ventanilla de la furgoneta y comenzó a cantar cerca de mi oído derecho. Por medio de su canto advirtió que la única forma de no caer preso era huir tras su partida y abandonar a su suerte a la Josa, a quien culparían por haber masacrado a ese par de fulanos. Tras asentir con la cabeza, la perdiz abrió sus alas y salió por el mismo lugar por el que había entrado. En ese momento la Josa despertó, centrando su atención en la cabeza de maniquí.

–Se llama Epicteto.

–No mames, Sebastián. Hasta nombre le pusiste –alegó la Jota, tomando un largo trago del tequila Rancho Viejo.

–Si quieres, la tiro en un contenedor de basura –dije, encontrando el pretexto perfecto para salir de la furgoneta.

–Haz lo que quieras, Sebastián, yo seguiré chupando.

Aproveché el momento, y metí a Epicteto en una mochila que también contenía mis objetos de aseo personal, le di un beso en la frente a la Josa y salí de la furgoneta. Cansado de vagar por las calles del centro de la ciudad, entré a los baños públicos que frecuentaba, con la finalidad de quedarme un rato en el vapor y darme un buen baño. Antes de entrar a la regadera, afeité mis bolas a pelo y perfilé mi barba con una máquina rasuradora. Al salir, me topé con otro buscavidas, quien relató a detalle la detención de José Luis. Cambiando drásticamente de tema, le pregunté al fulano si le apetecía un caldito de camarón. Al avanzar, después de mucho tiempo dejé de sentir la mirada inquisidora de la gente que se cruzaba en mi camino. Con la pinta que traía, probablemente imaginaban que era un académico o un novelista, de esos novelistas que escriben historias como esta, medianamente aceptables.

Nota

Escribir me ha salvado de aterrizar por última vez en los brazos desnudos, enajenados y famélicos de la locura. Lo que más disfruto de la narrativa es vestir y desvestir a mis personajes, darles un color de voz y dejarme llevar junto a ellos por las partes más profundas y oscuras de mi imaginación. Actualmente participo en el taller de narrativa de Grafógrafxs, impartido por Alonso Guzmán, quien no escatima en aportar nuevas ideas y elogios a los textos que aún no ven la luz. Ha sido una grata experiencia encontrarme con él y con mis ahora compañeros del taller.

Miguel Oscos (Toluca, 1985). Es egresado de la licenciatura en Informática de la Universidad Autónoma del Estado de México. Es autor de El lado B de la vie (Caligrama, 2017) e Inconsciénteme (2020). Forma parte del taller de narrativa de Grafógrafxs.


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