Eric Rosas
Objetividad y autonomía
Fue un 29 de diciembre de 1970 cuando se creó el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (CONACyT) por disposición del Honorable Congreso de la Unión, como un organismo público descentralizado de la Administración Pública Federal y adscrito al sector educativo. Su primera encomienda fue constituirse en la entidad responsable de elaborar las políticas de ciencia y de tecnológica de México, por lo que el nombre de Consejo efectivamente resultaba adecuado para tal misión.
Sin embargo, con posterioridad el CONACyT recibió modificaciones importantes en sus estatutos que le asignaron también las tareas de promover y coordinar el desarrollo científico y tecnológico de nuestro país Fue en ese momento cuando las funciones de asesoría, consultoría y diseño de las políticas públicas para ciencia y tecnología comenzaron a pasar a un segundo término y el nombre de Consejo se tonó impreciso para describir sus actividades reales. Pero la emisión de la Ley de Ciencia y Tecnología en 2002 vino a acrecentar aún más las encomiendas asignadas al CONACyT, pues le mandató constituirse en la oficina que coordinara un todavía desarticulado Sistema Nacional de Ciencia y Tecnología.
En esta travesía de medio siglo, el CONACyT dejó de fungir como Consejo para servir como fundación para la ciencia, en tanto que evalúa la pertinencia de los proyectos científicos y asigna recursos económicos para su realización; pero también como la encargada de definir las necesidades de profesionales que tienen la sociedad y planta productiva mexicanas, al administrar el programa de becas de posgrado más importante del país; y también como coordinación central de un conjunto de centros de investigación científica, de otros de desarrollo de tecnología y hasta de unos más, relacionados con las humanidades y disciplinas sociales. Resulta más o menos claro que con tantas responsabilidades, el CONACyT debió convertirse desde hace mucho tiempo en una dependencia de otra naturaleza, quizá al nivel de las secretarías de estado y cambiar su denominación de Consejo porque hace muchas décadas que dejó de funcionar como tal, al punto de que durante algunos sexenios el Consejo Consultivo Científico trabajó realizando precisamente las actividades de asesoría originalmente asignadas al CONACyT.
Pero como la consultoría científica es un insumo verdaderamente necesario para cualquier gobierno, como ha quedado evidenciado recientemente, el espacio fue ocupado desde hace 18 años por el Foro Consultivo Científico y Tecnológico (FCCyT), una asociación civil que los dirigentes en turno del CONACyT incluyeron en la letra de la ley misma, y que fue conformada por instituciones de educación superior, organizaciones empresariales, algunas asociaciones de científicos, de directivos de centros públicos, y de funcionarios estatales del sector, entre otros.
Esta asesoría del FCCyT no resultó aceptable para la actual titular del CONACyT, quien promovió su desconocimiento legal e instauró un cuerpo sustituto interno bajo la misma denominación. Tal acción fue avalada ya por la Suprema Corte de Justicia con su fallo de julio pasado, lo que le permite al CONACyT recuperar la función de asesoría científica y actuar nuevamente también como Consejo. Más allá de esta disputa de funciones entre el CONACyT y el FCCyT, lo que de verdad importa para México, es que se asegure el insumo de la asesoría científica para los tres Poderes de la Unión y que ésta sea objetiva, autónoma y libre cualquier influencia política.
Lo anterior, dicho sin aberraciones.
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