Ramón Cuevas Martínez
“El mundo es un buen lugar, valdría la pena defenderlo.” Ernest Hemingway
Hace algunos años, una organización de la sociedad civil logró que el congreso mexicano legislara para todos los funcionarios de primer nivel y candidatos hicieran pública su situación fiscal, de intereses y de bienes, se llamó la Declaración “3 de 3”. El Instituto Mexicano para la Competitividad (IMCO), quien fue la organización civil responsable del logro, nos regaló el primer avance que tuvimos en la lucha contra la corrupción -por no decir el único- en el presente siglo, antes de la creación del Sistema Nacional Anticorrupción.
Los retos para poner un alto a la corrupción son diversos, pero cuando el tema es liderado por la propia sociedad civil organizada los resultados son fabulosos.
Algunos textos anticorrupción han documentado que en los países subdesarrollados como el nuestro, el Presidente no es suficientemente fuerte para tener el control efectivo del aparato estatal, lo que sucede enseguida es que la burocracia en todos los niveles produce un ambiente de corrupción generalizado basado en la desorganización de la vida pública; el monopolio de la corrupción se anida entonces en las diferentes instancias gubernamentales, por ello se explica que los avances para erradicarla están en la SOCIEDAD CIVIL.
En la última década los mecanismos de combate a la corrupción han crecido, pasando de ser actos aislados a un movimiento para aumentar la moralidad y la ética en el servicio público, pero también en el ámbito social. Lo representativo de esto es que las iniciativas han surgido desde distintos ámbitos: lo público, lo privado, pero aún más importante, desde la sociedad civil organizada, iniciativas que no se han quedado en ideas, sino que han logrado institucionalizarse.
Otro problema que atraviesa el gobierno para combatir la corrupción es que sus estrategias son en algunos casos unilaterales en vez de trasversales, para ello habría que partir del concepto que propone Della Porta, quien menciona que la corrupción debe ser entendida como un intercambio clandestino entre dos “mercados”, el político y/o administrativo con el mercado económico y social. Se considera un intercambio oculto porque por el hecho de que viola normas públicas, jurídicas y éticas, pero, sobre todo, por el hecho de que sacrifica el interés de la ciudadanía.
Los mecanismos que han surgido para enfrentar este problema tienen muchos nombres de entre los que destacan “transparencia”, “vigilancia” y “rendición de cuentas”, cada uno con sus características específicas y enfoques de actuación. La transparencia y la rendición de cuentas son eminentemente del gobierno hacia la ciudadanía y quizá por ello es que no han tenido los resultados esperados, muestra de esto es la opacidad y complicación existentes al momento de consultar información que debiera ser de fácil acceso. Por su parte, la vigilancia constituye un modelo que demanda la participación de agentes externos (ciudadanos y organizaciones sociales) comprometidos con mantener un seguimiento constante a la actuación gubernamental.
La corrupción pasó de ser un acto ocasional de deshonestidad a un problema endémico que trasciende territorios, ámbitos (público, privado y social) y tiempo. Ante este panorama, coincido con lo que Steven Sampson apreciaba; que atravesamos por una “ola de virtud”, en donde ya no sólo se busca que la economía y la política sean más efectivas, sino que se persigue un objetivo moral: hacer que las personas sean más éticas, pero una cruzada moral de este tipo no puede combatirse simplemente con buenas intenciones o consultas improvisadas, cuyo fin -pareciera- es la capitalización política, requiere de una institucionalización de mecanismos prácticos que le pongan fin.
*Consultor en Gobernova
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