Cuando llegué a vivir a Panotla llevaba seis meses pensando en Libra. El lugar me resultaba hermoso por los campos de cultivo que se encontraban en la entrada; era otoño y ya se engalanaban del manto naranja de la flor del día de muertos. Imaginaba a Libra tomándole fotografías al volcán que se erguía imponente en la lejanía y se adornaba con el paisaje rural. Había conseguido un trabajo como maestro suplente durante algunos meses. De un tiempo a otro mi situación laboral era algo complicada, como mis relaciones interpersonales, por eso encontrarme lejos me proporcionaba consuelo en algún sentido.
A mi llegada me logré instalar en una modesta vecindad: cuatro casas de un solo nivel, constituidas por dos cuartos –uno apenas podía sobrevivir– y donde me las ingenié para disponer sala, cocina y recámara. Durante mi estancia pude trabar amistad con un vecino: un joven albañil que vivía con su esposa, su hija y su hijo recién nacido.
Los días y las semanas pasaron. Mi vida rutinaria en la escuela no era la gran cosa. Partía muy de mañana a mi trabajo. Pasaba casi todo el día en el instituto, donde solía recordar a Libra: lo último que supe fue que estaba dando clases en alguna parte de Puebla.
Imaginaba a Libra andando por los pasillos de la escuela, yendo de un salón a otro para impartir clases. Imaginaba a Libra y casi podía verla, sentada en su escritorio, el salón vacío, la luz de la tarde filtrándose por las persianas, sola. Imaginaba a Libra y nuestros pensamientos serían los mismos aquella tarde; ambos sentiríamos lo mismo, nos echaríamos de menos. No importaba a dónde fuera, siempre distraído, iba como un trotamundos pensando en Libra, deseando coincidir. Aquello era algo que el tiempo no podía curar.
Me quedaba unas horas más a la salida adelantando algunos pendientes y luego me dirigía a la vecindad. De vez en cuando en el trayecto me topaba con mi vecino, nos saludábamos y caminábamos juntos a nuestros hogares. Alguna ocasión, durante el trayecto, me contó que le gustaba mucho vivir en Panotla, porque era un lugar que sabía conservar sus tradiciones. A veces me invitaba a comer a su casa.
Aquella ocasión que me invitó a comer fue un martes, último día del carnaval de Panotla. Llegamos a la vecindad. Pasé a su hogar y tomé asiento. Me contó lo mucho que le gustaba la fiesta, porque se juntaban varios grupos compuestos por los diferentes barrios de la comunidad y cada uno tenía su conjunto musical y en todas las calles había música, al grado de que la gente no sabía a dónde ir. Incluso me mostró una máscara, de esas que yo conocía como de los huehuentones. Me explicó que aquello era lo que más le gustaba: la máscara que mandó a hacer diez años atrás. También me habló del momento en el que los sueños y los deseos más profundos de cada asistente se mezclaban y materializaban para hacer acto de presencia en las festividades. Yo lo escuchaba invadido por una extraña curiosidad; aquella celebración era algo nuevo y desconocido para mí. Sostuve la máscara entre mis manos. Observé lo mejor que pude cada detalle. A pesar del tiempo parecía bien conservada.
Antes de salir de su casa, mi vecino me hizo una invitación: estaría bailando con su traje unas calles cerca de la vecindad y me animó a presenciar el espectáculo. También me comentó algo acerca de que al parecer ese año había una disputa entre los organizadores de las festividades y las autoridades gubernamentales, lo que derivó en una división y al parecer habría dos celebraciones, que tuviera cuidado porque una era la tradicional y la otra era una manipulación del gobierno que distorsionaba la verdadera festividad. Le dije que tal vez asistiría, porque tenía pensado ir al centro y aquella calle quedaba de paso.
Salí cuando comenzaba a oscurecer, se auguraba una hermosa luna llena sobre el horizonte.
El sonido estrepitoso de los fuegos artificiales se mezclaba con el de la música y algunos gritos de los participantes de aquella festividad. Las mujeres usaban también máscara, vestido blanco, negro o rojo. Los hombres vestían casi en su totalidad de blanco, portaban máscaras, una capa y sombreros que tenían desde una pluma hasta los que estaban tupidos de plumas.
Algunos bailaban en pareja y otros solos, como para levantar los ánimos a los espectadores; asistían algunas familias del lugar y otros paseantes solitarios, como yo. Curiosos.
Me encontraba ante algo interesante y que nunca en mi vida había presenciado. Imaginé que aquello sólo podía ocurrir en un lugar como este y pensé en lo agradable que era conservar las tradiciones; sin embargo, seguía pensando en Libra.
Todo sucedió en un descuido, no sé. Me percaté de una mujer disfrazada que no bailaba. Tuve la impresión de que me observaba hasta que poco a poco vi que se fue acercando al lugar donde me encontraba. Me rodeó como si me examinara y al tenerla de frente me hizo una seña con la mano y empezó a andar por la calle, alejándose lentamente de todo el ruido y el baile.
La seguí, anduvimos unas calles, me llevaba unos metros de ventaja.
Me di cuenta –tenía la noción de no haber avanzado mucho– de que estábamos en los campos de cultivo que se encontraban a las afueras del pueblo.
Ella se había detenido y su figura se ocultaba bajo la sombra de un mezquite. Estaba de espaldas a mí y pude distinguir que tenía una mano apoyada en el árbol, como si lo acariciara. La luna bañaba con su luz la alfalfa y los maizales.
Emergió de la sombra y pudimos encontrarnos de frente. Al quitarse la máscara me sorprendió ver de quién se trataba: era Libra. “¿Eres tú?, pregunté por preguntar. “No le contaste de mí a nadie. ¿Crees que eso ayuda?”. Hablaba en un tono muy familiar y querido. “Es que no tengo a quién contárselo…”. Iba a decirle algo más, pero ella prorrumpió: “Y esto sólo podrías contármelo a mí. No tiene caso lo que haces”. Le eché un brazo por el cuello y ella recargó la cabeza en mi hombro. Todo ocurría en mitad de un gran silencio. “No hay nada de malo en sentir. –le dije avergonzado–. Te extraño tanto”. Ella replicó maliciosamente: “Deberías olvidarme, dejarme ir. Jamás deberías haber venido aquí”. Entonces me invadió una profunda tristeza y le respondí que no iba a dejar de buscarla.
Recuerdo que fue el frío de la madrugada lo que me despertó, fue como si mi corazón estuviera a punto de detenerse. No sabía dónde me hallaba, estaba recargado en un árbol. Solo. Apresuré el paso para volver rápido a mi hogar. Divisé el sol asomarse de a poco tras el volcán, tal vez sería un día soleado o hasta esperanzador, pero al menos para mí ya no eran así los días.
Desde que no encuentro a Libra siempre es lo mismo, siempre siento esta ausencia. Así voy por la vida.
Intento escribir cuento desde 2019. Lamentablemente en mi ciudad escasean los talleres de creación literaria, pero con la cuestión de la pandemia pude tener acceso a muchos talleres de este tipo. Ha sido toda una experiencia formar parte del taller de Grafógrafxs, porque en él abundan muchas personas con diferentes puntos de vista y eso es excelente, puesto que obtienes bastante retroalimentación de los textos que se llegan a presentar durante las sesiones. Aunado a eso, Alonso Guzmán es un buen tallerista que hace amena y relajada la convivencia dentro del taller. Todo eso es muy bueno para la formación del escritor.
Gabriel Cisneros Hernández (Tehuacán, Puebla, 1993). Egresado de la licenciatura en Arquitectura del IESE. Publicó la plaquette Extinta memoria en códigos, literatura expandida. Es miembro de Cine Inminente (espacio alternativo de difusión cinematográfica) y del Movimiento Cultural Caleidoscopio y Rolando Libros. Es integrante del taller de narrativa de la revista Grafógrafxs.
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