Todo mundo habla de la feria, según le va en ella. Dicho vulgar y corriente, pero bien cierto. Y yo, queridos todos los que me hacen favor de leer este escrito, puedo adorar al ISSEMYM. Allí me salvaron la vida.
Sucedió de repente. Como todo en la vida. Sin que hubiera el más mínimo de los síntomas. De sopetón supe que tenía una úlcera, que se había abierto dos centímetros a la altura del píloro. Y que eso era muy grave.
Eran las cinco y media de la mañana, y me empecé a desangrar. Me desmayé en el baño de mi casa y pude sin más, haberme muerto. Algo me hizo levantarme de ese frío mosaico y alcanzar un teléfono. ¿Cómo le hice? No tengo la menor idea. Usted lo puede llamar milagro. Yo a partir de ese día, llamo a mi vida un extraordinario suceso de hechos extraordinarios. Uno tras otro.
De no haber sido por los inteligentísimos ayudantes que tenemos en la caseta de la entrada de donde vivo, que primero le llamaron al doctor Alvear, mi médico y ex director de la institución a la que me refiero, (--no lo encontraron y me contestó su hermano Mauricio--) y este último los instruyó a que pidieran ipso-facto una ambulancia, no se los estaría contando. Todos ellos me salvaron la vida.
Consiguieron en cinco minutos, a una ambulancia de élite, toda hermosísima y destartalada, pero que arriba traía a un excelente paramédico y a un chofer. Yo sudaba frío y no tenía casi temperatura. Les dije que era pensionada del ISEMYM, y en minutos, me llevaron a la mejor clínica que tiene este querido Toluca y sus alrededores. Clínica de tercer nivel que tiene dentro, muchas especialidades y medios de excelencia y vanguardistas. Déjeme explicarle mi experiencia.
En muy pocos minutos llegué de Zinacantepec al centro de Paseo Tollocan. Moría de frío. Por supuesto que entré por emergencias. El paramédico sabía que traía a alguien que –de no haberse apurado—le hubiera costado que muriera en su ambulancia.
Me recibió una millennial: Ivette Mondragón. Con bata de cuadritos azules, estaba al mando de todos los médicos y se hizo cargo de mi vida. A sus añitos, entendió que, si no me hubiera transfundido, y hablado rápidamente con Alberto Moreno Tapia, otro millennial, que es endoscopista, que llegó rápidamente para operarme esa misma mañana, pocas horas después, y cerrado los dos centímetros de herida, que inyectó y cauterizó, no la estaría contando. No fue nada fácil. Me fueron a ver varios médicos. Uno me preguntaba si yo era testigo de Jehova, porque tenía que transfundirme. Otro si era alérgica a alguna medicina. Otro más, si estaba ya un pariente mío. La trabajadora social prestándome su teléfono celular para insistir hablar con mi hijo que estaba en México. Las enfermeras llevándome una tras otra vez al baño. Orando conmigo. Excelentes todos.
Estuve tres días enteros en terapia intensiva que fueron como mil debajo del agua. Y en verdad sí creí que iba a morir. Se lo preguntaba mucho a Ivette que nunca hizo el más mínimo aspaviento de que sí. Al final del cuento su trabajo era salvarme. Así de joven como Alberto.
Hace un mes el doctor Alberto Moreno Tapia me intervino de nuevo, después de cerrar y cauterizar la herida, fue al día siguiente. Tomó una serie de biopsias que ya estarán en el expediente analizadas, para saber qué provocó esta úlcera.
Las oraciones de mis amigos todos ellos, llegaron a Dios. Y aquí sigo vivita y coleando. Por supuesto dando inmensas gracias, todos los días cuando amanezco.
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