Casa Blanca
La primera vez que entré por diminuta coincidencia al espacio que estoy a punto de describir, fue porque a simple vista me pareció como aquellos sitios en donde antiguamente las señoras de los coroneles se iban juntas a tomar un té, a la ópera o al teatro, con sus vestidos largos, llenos de holanes y una rosa en el cabello para demostrar una alta clase. Sin embargo, yo soy todo lo contario, ni me encuentro casada con un militar o algo similar, ni soy recurrente de usar vestidos porque mi trabajo no me lo permite y por supuesto, mi cabeza nunca portará una rosa. Más allá de eso, al momento de poner pie adentro, mis sentimientos de pertenencia y de regocijo se fueron todos en desbandada. Me encontraba en el Teatro más reciente de la ciudad y aseguraba ser todo un espectáculo.
Alguna vez leí una frase de un prócer literario, Sergio Pitol, que mencionó: “la cultura es una lucha contracorriente”, desde que la evoqué en mi cabeza, comencé a generar una serie de pensamientos que me llevaban a una conclusión, no solo en nuestra ciudad, sino en nuestro país, el lado cultural es visto como un suplicio para muchos, sobre todo para los jóvenes de entre 14 y 20 años, nuestro mundo se ha convertido en un esclavo de diversos aparatos, sistemas y consumos que provocan la evasión constante de lo que nos puede nutrir el cerebro.
Nuestros organismos gubernamentales, han tomado poco entusiasmo al apoyar el fortalecimiento del talento y este lo quiero referir a todo tipo, ya sea en el cine, en la fotografía, la escritura, el dibujo o incluso el baile, el arte es un festín de corazones con hambre de creación y de tocar profundo los sentimientos de cualquiera. Empero, nuestra capacidad de apreciarlo es poco, somos un número mínimo los que preferimos comprar un libro que unos zapatos o un gadget y más aun los que sin temor damos a la encargada de una taquilla 80 pesos por un boleto para una obra de teatro. Con tremendo abochornamiento he de confesar que mi primer día en el Teatro no fue por el deseo de ver a gente con vocación artística fantástica, sino por curiosidad y, por falta de tiempo, no pude quedarme a ver ninguna función de las 9 expuestas en el recinto.
Afortunadamente llevaba como siempre, mi cámara con la que capturé varias fotografías a las que cada instante que veía me decía que tenía que escribir sobre el teatro, sobre su peculiar decoración que no es para nada barroca sino sobria y cautivadora, con lucecitas que a cualquiera deja inmóvil, la arquitectura de la casa antigua en donde se estableció, en donde inevitablemente elaboras una serie de encuentros imaginarios de cómo pudo ser la vida de la familia que en ella habitaba. Un café pequeño al fondo que ofrece una variedad extraordinaria de bebidas calientes y frías y un cappuccino magistral del tamaño de dos tazas de café habituales.
El Teatro Casa Blanca abraza con suavidad los sentidos, inserta una especie de tranquilidad y a la vez de exaltación por querer quedarse a ver todas las obras. En la puerta de la entrada se encuentran expuestas cual Broadway, fotografías de los actores que sin dudarlo cada uno tiene el porte de grandes artistas y justo al frente se exhiben los posters de las obras de teatro que están de temporada. No solo eso, además el personal es sumamente atento y con una emoción que transmite fulgor en todos los aspectos, comparten la temática de las obras. Sin dudarlo, son una carta de presentación maravillosa de lo que se tiene en el interior.
Yo entré una semana después por motivos de trabajo y por gusto a una de las obras que por cierto, terminó su temporada el 1 de diciembre y de la cual no solo me emocioné en cada uno de los segundos presenciados, sino que quedé estupefacta del talento con el que contamos en el mundo, ya no decir precisamente Toluca. Es así que a partir del jueves, ten la decisión de caminar –aunque sea por coincidencia- cerca del teatro y probablemente su encanto te atrape para jamás soltarte.
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