Eric Rosas
Ciencia en serio
Hace un par de días las agencias espaciales estadounidense, europea y canadiense lanzaron al espacio el Telescopio Espacial James Webb, cuya designación le fue dada para honrar a James Edwin Webb, quien fuera el segundo director de la Agencia Nacional de Aeronáutica y del Espacio de los Estados Unidos de América —NASA, por National Aeronautics and Space Agency—, y persona clave para que el humano pudiera alcanzar la superficie lunar en 1969 con el Programa Apolo.
El Telescopio Espacial James Webb sucederá al Telescopio Espacial Hubble, que orbita a la Tierra desde 1990 y lleva el nombre de Edwin Powell Hubble, quien en 1929 midió el corrimiento al rojo en las galaxias distantes y demostró que nuestro firmamento se expande. Sin embargo, a diferencia del Hubble, el James Webb no orbitará a la Tierra, sino al Sol, viajando junto a nuestro mundo a millón y medio de kilómetros —cuatro veces la distancia que hay entre la Tierra y la Luna—. Es el telescopio más poderoso construido a la fecha por la humanidad, pues será capaz de observar la luz que emitió el cosmos poco después de nacer, hace unos 13 mil 500 millones de años, y así ¡nos develará todo un nuevo universo!
La construcción de esta proeza de la ingeniería duró casi tres décadas, en las que por Washington, Ottawa y Bruselas pasaron distintos líderes, con visiones políticas diferentes y, a veces, hasta opuestas. Pero, a pesar de ello, el proyecto siempre tuvo garantizada la inversión concurrente comprometida, misma que al final sumó más mil millones de dólares estadounidenses de la actualidad —un poco más que una octava parte del ingreso federal presupuestado en México para el 2022—. Lo mismo pasó con proyectos como el de la colaboración LIGO-Virgo que, después de cuarenta años, en 2015 detectó las primeras ondas gravitacionales.
Y es que colaborando internacionalmente es la única forma en la que hoy en día se puede realizar la investigación científica de frontera y el desarrollo tecnológico vanguardista, pero para eso es imprescindible que los países involucrados mantengan una actitud seria durante décadas; que respeten los compromisos adquiridos, aunque éstos hayan sido acordados por gobiernos anteriores o con tendencias distintas a los que les sucedan. Es por estas razones y porque en los últimos años hemos visto en nuestro país una irracional destrucción de todo cuanto fuera creado por administraciones anteriores, que parecería imposible para México el unirse en un futuro cercano al grupo de naciones capaces de realizar ciencia en serio. Además, es un hecho que el desarrollo de instalaciones e instrumentación científica como la que ahora ha convertido en realidad al Telescopio Espacial James Webb, requiere del involucramiento de la iniciativa privada, por ejemplo, a través del otorgamiento de contratos para que fabriquen algunas partes, desarrollen técnicas o procesos de manufactura, pruebas diversas, etc., pero, por el contrario, en México ahora se ha satanizado la participación de las empresas en estas actividades.
Los aproximadamente cuatro mil 500 millones de dólares estadounidenses —93 mil 544 millones de pesos mexicanos— que le fueron asignados al sector de la ciencia, tecnología e innovación de México para el 2022, reflejan nuestra realidad, en la que estas raquíticas inversiones y el obsoleto Sistema Nacional de Ciencia y Tecnología de hace medio siglo, no permiten realizar ciencia en serio. Esto es lo que de verdad se tendría que cambiar para lograr una real transformación de México.
Lo anterior, dicho sin aberraciones.
