03/May/2024
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ROSTROS ITINERANTES de Delfina Careaga. Capítulo III

Fecha de publicación:

 “ROSTROS ITINERANTES” 

NOVELA ACREEDORA A LA BECA FOCAEM 2012 

(Inspirada en la vida y obra del pintor Felipe Santiago Gutiérrez) 

DE DELFINA CAREAGA

CAPÍTULO III

En realidad la sala y lo que contenía no había cambiado en nada, pero Andrés la miraba tan distinta… como un espacio más reducido, más agobiante, oscuro lo que antes iluminaba, lo cual hacía ver a los muebles pardos como si una mano los hubiera querido borrar. Ahora, podría decirse que los balcones ya no existían porque siempre estaban cerrados y las grandes cortinas de raído terciopelo azul-marino, medio corridas, apenas dejaban entrar la luz. La casa entera ya no era la misma, aunque Andrés, abatido, no pudiera explicarse el motivo.

(Foto: wallpaper.net)

         Esa noche ahí estaban reunidas varias personas: la tía Hermenegilda y su hija Inés; el tío Juan Antonio; Benigno, el primo segundo y, por supuesto, el general don Antonio Guzmán.  

         —Es difícil que yo pueda permanecer mucho tiempo en casa, y, como ustedes comprenderán, Andrés María no puede quedarse solo —decía el general. En ese instante, entraban de la calle Tiburcio y Andrés. Al ver la reunión en la sala, prudentes se quedaron de pie y en silencio—. El problema es que tampoco puedo mandarlo a la ciudad con su hermano mayor que trabaja todo el día y que no podría atenderlo. Ustedes son, pues, la única familia que tenemos y para resolver el conflicto los he mandado llamar.  

         —Concretamente qué es lo que quieres de nosotros —dijo la adusta tía Hermenegilda.

         —Pues preguntarles quién de ustedes puede hacerse cargo de mi hijo.

         Hubo un silencio lleno de miradas de cejas displicentemente levantadas entre los concurrentes. El niño oprimió la mano de Tiburcio. El corazón les empezó a latir de miedo. Después habló Benigno con su voz de timbre agudo:

         —Por mi parte, eso es imposible, primo Antonio. Tú sabes que me dedico al comercio y que viajo constantemente, además de que mi mujer no soporta a las criaturas.

         —Y yo, no sé cómo se te ha ocurrido, soy demasiado viejo para cuidar a mi sobrino nieto —añadió el tío Juan Antonio.

         Otro momento de silencio en que casi se escuchaban sus respiraciones se echó sobre ellos como un manto opresor. El general miraba con un gesto de esperanza a las dos mujeres. Por fin, Hermenegilda habló:

         —Y tú, Antonio, ¿cuánto aportarías para la manutención del muchacho? —su dura voz no tenía inflexiones.

         —Bueno —respondió el general—, tú conoces mi situación: no me sobra el dinero, pero podríamos ponernos de acuerdo y…

         Ella no lo dejó terminar.

         —En fin, lo que nos des es bueno; aunque como nosotras somos solas y también pobres, querido primo, necesitaríamos que en correspondencia al favor de tener a Andrés María, éste dejara de ir al colegio y nos ayudara con las labores de la casa y de la pequeña granjita de la con estrecheces vamos viviendo.

         Sin proponérselo, como si alguien lo empujara, Tiburcio dio un paso hacia adelante.

         El general dudaba. 

         —Caramba, eso de dejar de estudiar… ¡y más ahora que le falta tan poco para terminar su instrucción de enseñanza primaria!

         —Podría hacerlo más tarde —ya en tono más suave lo tranquilizó Hermenegilda—. Piénsalo. Mi hija y yo estaríamos felices de tenerlo con nosotras. ¿Verdad, Inesita?

         —Sí mamá —contestó la aludida como un autómata.

         El general empezó a caminar nervioso de aquí para allá. Entonces don Tiburcio soltó la mano del niño y avanzó hasta don Antonio.

         —Andrés puede seguir haciendo su vida sin ningún cambio que lo perjudique. Yo puedo venirme a esta casa y juro que viviré para cuidarlo. Somos amigos desde que él nació—. Y se quedó callado, aguardando.

         Todos veían despreciativos a Bustamante. Don Antonio no le respondió; en cambio volvió a dirigirse a su prima.

         —La verdad cuesta aceptar lo que propones, Hermenegilda.

         —Como tú quieras, Antonio. Esa es mi proposición y tú tienes la última palabra.

         Tiburcio iba a intervenir de nuevo cuando en ese instante Andrés corrió hacia su padre.

         —Yo no quiero estar más que con Tiburcio —declaró—. Por favor papá, por favor te lo pido: no quiero irme con nadie más.

         El general miró casi asustado a su hijo. Era la primera vez que el niño se dirigía a él abiertamente. El austero respeto que los separaba, había desaparecido.

         —¿Qué dices? —preguntó por decir algo. Pero no fue el chico quien respondió.

—Que no sería ni bueno ni justo que Andrés María deje de asistir a la escuela —añadió casi sin aliento Tiburcio—. Que en lo posible, a la falta de su madre, debe continuar con sus costumbres, con su educación, en fin, con su cotidiana existencia. Andrés vale mucho y está adelantando asombrosamente en la pintura…

—¡Bah! Esas son tonterías —contestó el general—. Lo importante es…

—Preguntarle a él qué quiere hacer, claro, dentro de lo debido y lo correcto, ¿no le parece don Antonio? —la voz del viejo sonó tan suplicante que el general no tuvo más remedio que comprender que Tiburcio llevaba razón. Andrés tenía ya edad para decidir lo que deseaba, aquello que no lo hiciera infeliz.

—Es sensato lo que dices, Tiburcio —musitó el general como para él mismo alisándose con una mano los bigotes–; además, así el problema se vuelve menos incómodo…

Andrés tuvo el impulso de tomar la mano de su padre, pero no se atrevió.

—Entonces, haremos eso: Bustamante se queda a vivir aquí para cuidar al niño y procurarle todas sus necesidades —terminó decretando el general Antonio.

Andrés y Tiburcio se miraron, felices.

—Pues cometes un grave error al poner en manos de un pordiosero la vida de tu muchacho —intervino Hermenegilda levantándose violentamente de su asiento.

—¡¡Pordiosero, no!! —le gritó el niño, agrediéndola.

—Pordiosero no, Hermenegilda —repitió rígido don Antonio—, Tiburcio es un hombre que no pide nada a nadie y en cambio, sabe dar… ¡Y él sí que ha querido mucho a Andrés María desde siempre! En él confío

Tiburcio, con el rostro rojo rojo, asentía ligeramente con la cabeza.

—Muy bien. Entonces, como ya no tenemos nada que hacer aquí, vámonos Inesita.

—Sí mamá. —Y con esa respuesta se ponía fin a la reunión de la familia en aquella estancia de balcones cerrados.

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