Eric Rosas
En una nota publicada este pasado 23 de febrero en el portal electrónico poblano “Hipócritalector”, leí con asombro e incredulidad cómo el autor arremetió en contra de un destacado académico de la Universidad de las Américas Puebla (UDLAP), acusándolo de conflicto de interés. El signatario sugiere que el profesor, quien también es el director honorario de reputación corporativa de Carbomex Investigación y Producción de Nanomateriales, S. A. de C. V. (Carbomex) —una compañía de nanotecnología surgida como empresa escindida (spin off) de la propia UDLAP—, asumió una postura especialmente crítica durante la prolongada toma de las instalaciones de la institución educativa sólo porque ésta le permite captar el talento que requiere para desarrollar el negocio de Carbomex, y eso supuestamente colocaría al internacionalmente reconocido nanotecnólogo en dicho problema.
Conviene tener presente que el concepto de “conflicto de interés” refiere la situación que se presenta cuando algún interés de tipo laboral, personal, profesional, familiar o de negocios de un servidor público o funcionario público —quien desempeña profesionalmente un empleo público; es decir, participa en el gobierno o en la administración pública, y accede a su condición a través de elección, nombramiento, selección o empleo—, puede llegar a interferir con el desempeño imparcial y objetivo de sus funciones públicas. Sin embargo, en este caso tanto la UDALP como Carbomex son de índole privado; el académico señalado no es un funcionario público y, por tanto, es inapropiado usar el término “conflicto de interés”. Las compañías privadas pueden hacer todos los negocios lícitos que mejor convengan a sus intereses, pues no están haciendo uso del erario, sino de su propio dinero.
Pero más allá de la confusión de conceptos —o mala intención— que evidenció el autor de la noticia, lo que subyace en su texto es un problema de fondo para la política industrial que deberíamos fomentar para que México pudiera efectivamente constituirse como una economía del conocimiento; el modelo industrial que se basa precisamente en el aprovechamiento de la información para la generación de valor y de riqueza, a través de su transformación en conocimiento.
El autor intenta presentar como indigno el hecho de que la UDLAP fomente entre sus profesores y alumnos el espíritu innovador; se escandaliza de que la universidad privada genere compañías base tecnológica y de que mantenga colaboración académica con éstas, para dotarlas permanentemente de la información que pueda ayudarles a desarrollar las ventajas competitivas necesarias para trascender en este mundo globalizado y altamente tecnificado. También recrimina al señalado el que funja como asesor de aquellos estudiantes de la UDALP que desean realizar estancias de entrenamiento en la empresa de nanotecnología.
El texto resulta una retahíla de los prejuicios que han mantenido a nuestras universidades públicas alejadas del sector productivo y, con ello, han imposibilitado la transferencia tecnológica que podría ayudar a millones de estudiantes mexicanos talentosos a desarrollar todo su potencial creativo. Si como sociedad pudiéramos abandonar para siempre esta arcaica forma de pensar, y en su lugar ensalzáramos la cultura de la innovación en las instituciones de educación superior públicas y privadas, muy pronto México vería surgir a grandes emprendedores, de la talla de Elon Musk, Bill Gates o Steve Jobs, y en premio nuestra economía sería más fuerte.
Lo anterior, dicho sin aberraciones.
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