29/Mar/2024
Portal, Diario del Estado de México

Ojalá que los perros creyeran en fantasmas

Fecha de publicación:

La memoria es el twist de una lata de cerveza como la que tengo en las manos. Son autos, luces, sonidos, calles, personas, moscas. Todos barridos por las pupilas de mis ojos. El twist anda ya por el aire, en otro lado, y lo que alimenta mi presente es el aroma de la efervescente cerveza brincando hasta mis narices. Entonces le doy el primer trago y las imágenes se amansan sobre mis sienes. El pálpito sede, el pecho no irá a ningún lado, pero parece. Eso es lo malo.

Mi presencia que estalla en el núcleo de mi cuerpo haciéndome consciente por centésima vez de que estoy hecho de tripas y grasa. Mi vista vuela hasta el copete de los árboles, echada la cabeza atrás y regresa a las entrañas del parque trayendo el vendito aire consigo. Miro a mi costado y cómo no me hallo en mi cuerpo ni en ese espacio. Busco quien me preste sus ojos y me regrese de esa forma la respuesta del por qué estoy ahí; pero no hay nadie.

El cristal de un charco es roto por una gota a escasos metros de donde estoy refugiándome de la lluvia que de todos modos no supe, andaba por ahí. Del filo de la lata una gota corre serena hasta mi pulgar helado por el frío del metal. Me inyecto en la boca el bote y la dejo ahí hasta que el gas me quema la garganta. Con el “tin” del aluminio sobre la banqueta y el “trac” del metal desdoblándose al universo, las imágenes en mi cabeza ganan sentido, incluido el pastel de mármol a mi lado que me negaba a decir “es mío”.

Me negaba a decir que el pastel era mío, pues una lata de cerveza, un libro y un pastel de mármol en mitad de la nada es la escena perfecta de camino a la demencia. Percibo el sabor de la cebada en mi garganta. Mejor aún: la vida pronto viene y me da un jalón de orejas al refractarme un lindo juego de jugos gástricos en el cuello del estómago sólo para recodarme que tan estoy cuerdo, que vuelvo a ser consciente de que a esta altura ya no puede concederme el privilegio de un buen trago sin llevar en la bolsa un tubo de antiácidos. Exacto. ¿Dónde están?

Es más duro el sabor de los antiácidos mezclados con el buqué de la cerveza que mi angustia previa. En momentos así es que pienso que ellos, los olvidados, tienen más fortuna que tantos otros, incluido yo. Me río a solas y pienso en las muchas veces en que alguien me dijo: “No seas puto, vamos a ver una de terror”. O si era una mujer, cuando escondían su burla quejándose disimuladamente, preguntándome: “¿A poco te dan miedo?”. Y yo me río, pues en un parque así o cuando salgo a vagar por el monte entradas las dos de la mañana, en ausencia absoluta de luz, tan sólo para arrullarme con el choque de las ramas, pienso que el terror en el cine es simple y llanamente innecesario.

Pero juro que escuché algo. Que vi algo. Que sentí algo. 

Con la mirada clavada en la nada de los árboles, pienso, y me arranca de aquella pesada razón uno de esos fenómenos paranormales en que alguien se esconde detrás de un árbol al fondo, el más alto y turgente, pero yo sólo me río. Lo mismo ocurrió en casa. Al cuarto no le pasaba nada más que el rumor de la vida afuera, al filo de las 10 en que sé, cierran el supermercado. 

Aquella oquedad crecía y salía hasta el patio, en donde la puerta permanecía un rato sobre los otros ratos que habían estado ahí con sus propias angustias de no saber cómo sonar si alguien de pronto la calara con el extraño tacto de la carne sobre de los nudillos. Eso me hizo recordar aquellas palabras de mi hermana cuando dijo: “A ver si de vuelta a casa te traes un pancito, de esos de rosca que parecen pastel y que saben bien rico”. Y yo pensaba en el refrigerador: lo único que había era una pila de latas vacías meticulosamente acomodadas y un pomo de ron añejo enfriándose en el cajón de las verduras. Y fue cuando lo escuché, escuché mi nombre.

El twist sucedió en mi cabeza, pues de poderle prestar mis ideas a uno de los olvidados, podría explicar de qué forma es que aquellas ideas desorganizadas se mezclan y le dan ese tono enfermizo. Así me revolvía en el sillón con el haz del televisor sobre el rostro partiendo la noche, mirando las piernas de las presentadoras, sabiendo que la voz crecía, que el cuerpo me sacudía el alma.

Al parque se le meneaban las copas de los árboles. En ese momento mordí la carnada del oxígeno y le di otro trago a la cerveza. Apreté la lata con rabia. La cerveza llenó mis manos y, al arrojarla, y con su frío, bebió de mi carne regresándome otra vez al sitio en que estaba. 

Acaricié el pastel a mi lado, pero ya no me hacía sentir mejor. Esa noche no tuve energía para pelearme con los guardias del centro comercial que siempre me reclaman (¿por qué siempre vienes a la mera hora, cabrón?), pues al tomar el pan de los anaqueles al fondo, donde no había nadie, otra sombra corrió, se guardó y volvió a pasar cruzando en mi cabeza la locura fingida en que muchos nos alojamos. 

Si de pronto pudiéramos batirnos en la mierda de la verdad, en aquellas noches de cine en que todo parece perfecto, hubiera dicho: El terror pasa siempre por mi cabeza, pero para mí esas ideas son las ideas de lo que otros llaman… Los árboles caminan, el viento corre al cielo y la cerveza es la cerveza. Mis recuerdos caían gota a gota por la rendija de un cráter que era mi vida. La realidad resplandecía dolorosamente en lo cotidiano.

Lo suave fue encontrarme a Aileen casi como un muerto. Había pasado tanto tiempo pensando que me aborrecía, que al verla le pregunté, casi como si dudara que fuera ella, ¿Aileen? Para mi fortuna, regresó en cuerpo con una sonrisa. Se disculpó y en la prisa le descubrí que hacía mucho tiempo que no aparecía en el presente de esa linda niña de cuerpo liviano y vientre plano, de ojos grandes, de muslos firmes y hombros suaves. Lo peor fue cuando me dijo “regresé con él” y yo sabía que eso que me negaba a darle para volverla al pasado fue lo que la llevó, con sus sueños de modelo, al mismo castigo que la trajo a mis brazos una tarde cualquiera en que los dos nos gustamos tan sólo por una camiseta de Nirvana y de Oasis. 

Nadie te dice que los espectros caminan con piel de humano, como Jessi, que, al encontrarla en la caja de pago de la farmacia, ni ella ni tú saben si es propio hablarse cuando te dejó en medio de la lluvia tan sólo con ganas de verla y con los puños apretados, pues lo único que querías era decirle te conozco, te leo ese duelo en el alma y que se negaba a reconocer esa sed de tus manos. Viéndola marcharse con su suéter de tiro largo por encima de sus piernas lindas sobre los talones calando sus vértebras hermosas que coronaban en la silueta perfecta de su rostro divino. Así, con su mirada que buscaba al irse otra cosa que no fuera yo, como un extraño ahora. 

Y llorar hubiera sido lo propio, pero eso sólo me alcanzaba para regresar a mí y tener esa victoria muda, como cuando bajo la luna que Isabel amaba, ebria, con su pantalón a la cadera y el top, vestida con el cárdigan que me robó, cubriendo su cuerpo elegante y erótico para todos, rodeé su cintura y me dijo, sin nadie necesitarlo, que le gustaba estar conmigo.

Eran espectros precisamente porque al no tener a nadie, nadie me creería que a ellas les faltó eso que no dije para quedarse. Eso que nadie cree si lo cuento en la barranca de la realidad, mucho más por la carne… y la ausencia. 

A todas les duele el vientre y sé que soy yo la reencarnación de aquello por lo que las dejo ahí, por todos lados, sin que necesiten de mí, estando aquí, ahora tan tranquilo con esta victoria muda, por eso que fue lo que me tuvieron y al mismo tiempo nadie crea que aparecen y se van para nunca regresar. No saben que cuando andan aquí es que cuando más las… a solas de la mejor forma, de la forma en que nadie les platica, a solas cuando seguro también vuelvo y también les da miedo. 

Eh, pienso a solas por la calle una vez que tuve las ganas de largarme de ese parque, aquí está la lluvia, se las presento. No entiendo por qué todos le temen a la lluvia. Yo camino y me dejo abrazar por ella y en el momento en que me siento tan pleno, en el momento en que siento que estoy bien, que mi vida con todo y sus antiácidos va bien, me reconozco en otro rostro; en el rostro de un perro que se guarda del torrente, que a sabiendas de que está más o menos seco, la mirada de alguien, la mía en ese momento, lo hace sentir miserable y tira esa mirada, de hecho, para que nadie la guarde. Agachando la cabeza, temblando por el frío que todos creen que no se siente afuera. Ojalá que los perros creyeran en fantasmas. 

En casa, la última memoria vuelve. Las moscas están sobre el mismo libro. No se han movido. Las moscas responden a la corriente de aire de quien busca matarlas, no tienen instinto. Las había contemplado por varias horas sobre mi pierna en otro momento, quietas, sin prisa. Prendí la luz, puse el pastel, para el desayuno, en la mesa, pero al dejar las llaves, por fin volaron. ¿Cuánto habían estado ahí?, me pregunté y por fin tuve miedo. 

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