2021-09-30-nforme-de-travesuras

NFORME DE TRAVESURAS

Delfina Careaga

Copio un texto de los Centros Educativos San Cristóbal:

“Sí, estamos hablando de las travesuras. La mayoría de las veces, los bebés las realizan de forma inconsciente. No las hacen con afán de hacer mal sino con el de descubrir el entorno y experimentar cosas nuevas.
A partir del primer año de vida que es cuando el niño comienza a andar o gatear, es cuando comienza su necesidad de explorar todo lo que le rodea. Comienza a deambular por la casa, abriendo cajones y puertas, intentando alcanzar todo lo que está fuera de su alcance o mostrar interés por todo lo que es peligroso para él.
Todo les resulta interesante y solo piensan “¿Qué pasará si toco esto? o ¿qué sucederá si cojo esto otro? Su curiosidad no les permite medir las consecuencias de sus actos.
En otras ocasiones, sobre todo cuando los niños son un poquito más mayores, las travesuras se realizan de forma consciente e incluso premeditadas, es decir, los niños ya las han hecho en otras ocasiones y saben cuáles son las consecuencias.
Quizás, las travesuras que realizan los niños, en más de una ocasión, consigan poner al límite nuestra paciencia, pero debemos entender que forman parte de su desarrollo y que están fomentando la audacia y valentía del pequeño.
No se trata de reírles las gracias en todo lo que hacen. Debemos hacerles entender, por ejemplo, que hay acciones que pueden ponerles en peligro, establecer ciertos límites y que ellos entiendan que existen niveles que no se pueden sobrepasar”.

    


El otro día estaba pensando en cuánta energía tuve en la infancia. No paraba de jugar con Teté, mi prima, inventando entretenimientos sin fin. Desde los cuatro a los once años no paramos de hacer travesuras, tantas que se me ocurrió enumerarlas para que la memoria las conservara todavía. Ni Teté, ni Lichita ni yo, volvimos a vernos jamás.
Como vivíamos en la misma casa de Covarrubias, en la colonia San Rafael, después de regresar de la escuela —nunca fuimos al mismo colegio—, jugábamos las tres.

1. A ser invisibles: Cada una de nosotras tenía que cruzar frente a la familia reunida, ya sea en la sala, en el comedor o donde fuera, sin ser vista. Las otras dos vigilaban las miradas de “los grandes” que no se posaran, ni un segundo, sobre aquella que, con paso sigiloso pretendía ser invisible. Si cualquiera de ellos la veían aunque fuera de pasada, ésta se enfermaba de visibilidad y perdía el juego.
La tensión era tremenda. El corazón latía tanto en la que caminaba como en las que vigilaban. Me acuerdo de los gritos que pegábamos en el momento en que alguien de los grandes, miraba a la supuestamente invisible. Era como ser descubierta ante un delito que se castigaba con el fusilamiento. ¡Realmente un juego de muchísimo suspenso!

2. Los disfraces: Era muy común oír que Teté se parecía mucho a su papá. Entonces yo le pintaba bigotes y le ponía anteojos, además de colocarle en la cabeza un sombrero viejo de papábuelito. Y así la enviaba a que la viera su mamá, con la convicción sincera, absolutamente sin dudas por parte de las dos, de que su mamá podía confundirla con su marido.
Otro disfraz fue el de enanito. Yo me vestía con ese traje que utilicé en una fiesta del colegio. Me ponía barbas. Mientras, Teté escribía un cartel donde decía que el doctor Careaga, nuestro papábuelito, era un médico brujo que convertía a sus pacientes en borregos. Y salíamos a la calle anunciando tal peligro. Después de hacerlo varias veces un día nos cacharon y estuvimos castigas sin salir de mi recámara. 

3. Cuando le hacíamos nudos al camisón de mi abuela y nos moríamos de risa en la noche al no poder ella desbaratarlos, desesperándose y prometiéndonos castigos horribles. Igualmente se enojaba al descubrir que en las fotografías de la familia, habíamos pintado barbas y cuernos de diablo a los tíos y a los tíos-abuelos.

4. El juego de ver la casa al revés: Peligroso juego porque consistía en acostarnos sobre los escalones de la escalera boca-arriba, y mirar “la casa al revés”.

5. Otra travesura era orinarnos Teté y yo en la bomba del Flit (el insecticida). Me acuerdo que ambas nos revolcábamos en el suelo de risa al ver a mi abuela echar “flit” en todas las habitaciones. 
También nos hacíamos pis en la alfombra de la sala y le echábamos la culpa al pobre perro de la casa. (Éramos muy malas. En eso sí tengo grandes sentimientos de culpa).

6. Cuando nos mudamos sólo mis abuelos, mi Tialí y yo a una privada en la calle de Balderas, en vacaciones Teté se quedaba con nosotros. Entonces yo escribía cartas a los vecinos y Teté las echaba bajo sus puertas. Esas cartas decían que si querían conocer al misterioso remitente fueran a una calle cercana. Y por el balcón ella y yo, riéndonos, veíamos a los chiquillos de la privada salir a buscar a ese personaje secreto.
Cuando nos descubrieron y nos regañaron, decidimos irnos de la casa. Ella y yo teníamos siete años. Yo le propuse huir y mantenernos vendiendo travesuras a los niños de la ciudad. Nos gustó la idea, pero acabamos dormidas, cansadas de tantas emociones.

7. Justamente a los siete años empecé a fumar. La sirvienta me daba unos cigarritos que se llamaban “Faritos”. Al principio, casi me desmayaba, pero mi abuela lo confundía con que me moría de sueño y, cariñosa, me acostaba. Pero en una ocasión, sí me cachó, y el escándalo fue tan enorme, pero tan grande así, que yo, asustada, no volví a fumar sino hasta los 24 años de edad.

8. Un día, aburrida, inventé que me dolía el apéndice. Actué de manera tan perfecta que todos me lo creyeron, por lo que el doctor que me vio decidió operarme de inmediato. Y muerta de miedo no tuve otra que dejarme llevar al sanatorio. Y me operaron. Después, pasó un misterio que hasta ahorita no he podido descubrir: el doctor que me operó nos enseñó un frasco donde se veía un apéndice enfermo a punto de explotar. Si no la hubiéramos operado, la niña habría tenido una peritonitis muy grave, aseguró. ¡Quién sabe qué ocurrió!

9. También atrasábamos o adelantábamos los relojes para no ir a la escuela. Toda la familia perdía la consecución de sus labores. Nosotras nos reíamos.

10. Un viernes, cuando sabía que mi colegio se quedaba vacío de maestros y de alumnos por el fin de semana, cerré el candado del salón de clases encerrando en él a la directora. El lunes siguiente toda la escuela sabía que la pobre mujer tuvo que romper un vidrio de la ventana para poder escapar de su encierro.

11. En los exámenes siempre me las arreglé para copiar. Nunca me descubrieron. Aceptaba sin remordimiento la multitud de medallas y diplomas que me daban al término del año.

Y otras travesuras más que ya se me fueron de la memoria.  
En realidad, tuve una infancia y una adolescencia muy felices.
El infierno en la tierra me esperaba ya apenas cumplidos los dieciséis años.


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Nacional
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