24/Apr/2024
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LA ESCRITURA CRÍSTICA

Fecha de publicación:

Hay una serie de biografías, traducciones y ensayos interesantísimos de Paulo Leminski (1944-1989) publicados por la editorial Brasiliense, en los años ochentas, aquí aparece uno de mis títulos favoritos del escritor curitibano: “Agora é que são elas”, una novelita porno e irreverente, muy divertida, a lo Jarry, a lo Boris Vian, que afortunadamente aparecerá pronto en nuestra lengua vía el genial Reynaldo Jiménez. Siempre me ha fascinado esa versatilidad, inteligencia y alegría de Paulo Leminski para escribir sobre todos los temas, especialmente este JESUS A.C. que traduje hace varios años, sin encontrarle nunca un lugar, ni edición. La contraportada me parece imprescindible, traduzco: “Mal aventurados los que se rinden a las verdades absolutas sobre Jesús. Si fue reformador o revolucionario, fariseo disidente o profeta iluminado nada de eso nos relatan los Evangelios. Jesús sabía esconderse bien entre las murallas y las palabras. Indiscutible apenas es que su doctrina tomó el poder del Imperio Romano sin levantar una espada. Entender sus parábolas es sumergirse en una maraña de significados que se multiplican como los peces del milagro evangélico. Peces, símbolo de la subversión del orden vigente. Leer a Jesús es caminar sobre las aguas inciertas, que azotan con fuerza y rompen en olas de interpretaciones. En las playas, sin embargo, sólo existe la certeza de que él era un súper poeta”. Comparto un fragmento del capítulo 4.


LA ESCRITURA CRÍSTICA

Nada está oculto que no haya de ser

 revelado; ni tan secreto, que no haya de saberse. 

Lo que digo a ustedes en las tinieblas, digan en la luz; 

y lo que ustedes oyen, al oído, proclamen sobre los tejados.

Mateo 10:27

Como se percibe, el título de este capítulo es totalmente inadecuado. Primero, porque Jesús no dejó nada escrito. Todo lo que se sabe de sus hechos y dichos fue transmitido por tradición oral y por último registrado en evangelios.

Luego, porque el nombre “Cristo” es griego: con certeza, Jesús, hablante de arameo, jamás escuchó esa palabra, que es, apenas, la traducción del vocablo hebraico meshiah, el ungido, el consagrado con aceite, como David fue ungido rey por el profeta Samuel.

Ya desde el nombre por el cual es más conocido se indican las dos direcciones de su doctrina.

Su nombre mismo, Jesús, es judío. Y eso lo devuelve a sus orígenes, a la fe tradicional del pueblo en que nació.

La palabra griega “Cristo” transporta el mensaje de Jesús hasta un mundo mucho más amplio, el universo de las ciudades helenísticas, entre las cuales se puede incluir, cómodamente, Roma, la ciudad señora del mundo occidental civilizado hacia el año I de la era cristiana, ese mundo que giraba alrededor del Mediterráneo.

Jesús (el cristianismo) es la traducción de una palabra aramea al griego.

En el mediodía del poder romano, entre las ciudades griegas de la cuenca del Mediterráneo, el arameo era algo así como el guaraní de Paraguay, el quechua y el aimara de los Andes o el vasco en Europa, en nuestros días un caló cualquiera, hablado por pueblos sin importancia.

No para ahí el misterio. 

Jesús no hablaba claro. Nabi, profeta, hablaba con parábolas. Vale la pena saber que “parábola”, en griego, quiere decir “desvío del camino”. Lo esencial de los mensajes de Jesús está lejos de ser transmitido por cadenas de raciocinios. Mas, a través de “historias paralelas”, las parábolas, unidades poéticas y ficcionales, capaces de irradiar significados espirituales y prácticos, abiertas a la exégesis, a la explicación, a la libertad. Jesús, Joshua Bar-Yoser, piensa concreto

De ahí, la duración de su pensar, constituido por la infinitud de interpretaciones de sus especialidades doctrinarias.

Obsérvese, por ejemplo la hermosura de la parábola del sembrador, la primera relatada por Mateo.

“En aquel día, saliendo Jesús de casa, sentose a la orilla del mar. Y juntose en torno suyo una multitud de gente, de forma que Jesús tuvo que subir en una barca y sentarse en ella.

La multitud estaba en pie en la playa.

A ella, hablole muchas cosas por parábolas, diciendo:

El sembrador salió a sembrar.

Parte de la semilla

cayó  a lo largo del camino,

vinieron las aves del cielo

y la comieron.

Parte cayó en la piedra, 

no tenía tierra,

nació, vino el sol y secó.

Parte cayó entre los espinos,

los espinos la sofocaron.

Parte, por último, cayó en buena tierra

y dio frutos, 

cien por uno, otros sesenta por treinta.

El que tenga oídos para oír, oiga.

No se sabe qué admirar más aquí.

Mas merece señalar el contraste entre un Jesús hablando, desde una barca en el mar, sobre alguien que siembra en la tierra.

En la circunstancia de esta parábola, un misterio nos hipnotiza. 

Concretamente, en ella, Jesús flota sobre las aguas, hablando de la tierra.

Agua. Tierra. Pescar. Sembrar. Jesús habla por esencialidades: en una palabra, habla cosas.

En la parábola del sembrador, Jesús habla, en realidad, de los efectos y consecuencias del pregonar de su palabra.

La semilla, ahí, es metáfora e imagen de la palabra.

Lo más extraño viene a continuación: “y acercándose a él, los discípulos dijeron: ¿por qué les habla en parábolas?”

A vosotros, es concedido

conocer los misterios del reino de los cielos, 

a ellos, no.

Pues a quien tiene, le será dado, 

y abundará.

De quien no tiene,

hasta el que tiene

va ser tomado.

Por eso, hablo a ellos por parábolas.

Para que, viendo, no vean.

Y, oyendo, no oigan

ni comprendan.

Así se cumpla en ellos la profecía de Isaías:

oyendo para oír, no va a entender,

y, videntes, viendo, no van a ver.

La parábola es un género oriental, encontrado entre todos los pueblos de Asia, la revelación de verdades abstractas a través de la materialidad de una anécdota, una unidad ficcional mínima. Aquello que Joyce llamaba “epifanía”.

“Una epifanía es una manifestación espiritual y, especialmente, la manifestación original de Cristo a los Reyes Magos. Joyce creía que estos momentos llegan a todos, si somos capaces de comprenderlos. A veces, en las circunstancias más complejas, se levanta repentinamente el velo, se revela el misterio que pesa sobre nosotros y se manifiesta el secreto último de las cosas” (Harry Levin, James Joyce).

Las parábolas de Jesús son epifanias (en griego, “sobre-apariciones”), nudos de historias donde se desprende un principio general.

Así hizo Confucio. Así hizo el autor del Génesis. Así lo hicieron los cínicos griegos. Así lo hicieron los rabinos. Así lo hicieron los gurús de la India. Así lo hicieron los sufíes del Islam.

Ese procedimiento de revelar ocultando tiene un sabor, inocultablemente, zen. 

Por eso, Jesús dice:

Gracias te doy Padre mío

señor del cielo y de la tierra, 

porque escondiste estas cosas

a los sabios y doctores

y las revelaste a los pequeños.

Intriga, en Jesús, al lado de un proceso de re-velación, uno de velación.

De ocultamiento de la doctrina. De despistamiento

Las parábolas de Jesús son iconos. Y, en la familia de los signos, iconos son signos productores de información, signos emisores.

Hace dos mil años, se extrae significado de las parábolas atribuidas a Jesús por los evangelios. No es otra cosa lo que estamos intentando hacer aquí.

“El que tenga oídos para oír, oiga”. El lenguaje de Jesús es cifrado.

Es el lenguaje de un nabi, un profeta, como tantos que el pueblo de Israel produjo, el lenguaje de un poeta, que nunca llama las cosas por los propios nombres, pero produce un discurso paralelo, uno análogo, que los griegos llamaban parábola, “desvío del camino”.

Ese lenguaje paralelo rima con el anuncio de un eminente (y paralelo) “reino de Dios”, frecuente entre los profetas de la Biblia: la profecía de Abdías, tal vez el más antiguo profeta cuyo texto llegó hasta nosotros, termina hablando del  meluchah Adonai, en hebreo, el reino de Dios, tema central del discurso de Jesús, la escritura crística.

Con ello, Jesús estaba siendo, tal vez, fiel a una tradición hebrea.

Bien visto, los judíos substituyeron la idolatría de las imágenes y simulacros por la idolatría a un texto: la Torah, los cinco primeros libros de la Biblia, atribuidos a Moisés. El análisis lingüístico no confirma: los cinco primeros textos del Antiguo Testamento, para los especialistas, parecen haber tenido su redacción final hacia el siglo VII antes de Cristo (Moisés debe haber vivido en torno del año 1200 a. C.). Nada obsta, ahora, que un material más antiguo haya sido manipulado por manos posteriores: nos movemos en un territorio muy judaico, en que textos remiten a textos y mensajes sirven de contexto a otros mensajes.

Eso, no obstante, que  Jesús recurre al enigma nunca deja de evocar la cábala, uno de los tres pilares sobre los cuales reposa la sabiduría de Israel.

Los otros son la Torah y el Talmud (y la Mishna).

Aquello que católicos y protestantes llaman “Antiguo Testamento”, para los judíos es el Tanach, sigla que designa (T) la Torah, (N) Naviim, los profetas, y (Ch) Chetuvim, los escritos, los libros históricos, sapienciales y líricos.

En el Tanach, la Torah disfruta de un status especialísimo: son los libros de Moisés, Génesis, Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio, en la traducción griega, el fundamento de la fe judaica, la esencia de la creencia.

El Talmud (y la Mishna) congregan las doctrinas de rabinos posteriores, que regulan la mitzvah, el modo de vivir que cumple un judío.

Hasta la minucia, el Talmud legisla sobre vida y muerte, sobre el día a día, hasta el resguardo del sábado. Obra de generaciones de rabinos, hay dos Talmuds que rigen el judaísmo, hasta nuestros días. Torah. Talmud. Cábala.

Sobre la cábala es más difícil hablar.

La palabra viene de una raíz que quiere decir “transmitir”: cábala quiere decir “la transmitida”.

Es la tradición oral de Israel, aquella que no fue escrita, porque no puede ser escrita.

La tradición cabalística parece haber pasado de boca en boca, de generación en generación, de rabino a rabino, de gueto a gueto.

Esencialmente, parece consistir en la lectura de los textos de la Torah, a partir de procesos combinatorios codificados.

Evidentemente que la práctica de la cábala sólo es accesible a quien domine la lengua hebraica.

Uno de los procesos cabalísticos más simples es el de la lectura invertida. El alfabeto hebraico, derivado, como el griego, de la escritura fenicia, tiene un orden, que refleja, en líneas generales, el orden de nuestro A-B-C. Imaginemos, ahora, cabalisticamente, que la serie de las letras de ABC correspondiera a las letras del A-B-C invertido. 

Así:

A B C D E F G H I J K L M N O P Q R S T U V X Z

Z X V U T S R Q P O N M L K J I H G F E D C B A

En este código, A se escribe Z. C es V. F se convierte en S. Y así sucesivamente. Este es el código más elemental.

La cábala, sin embargo, prevé codificaciones más complejas. Con alternancias dos a dos. Tres a tres. Y así hasta el infinito.

Haciendo estos cambios conforme a los esquemas cabalísticos los rabinos descubrían sub-sentidos y significados ocultos en el texto sagrado: leyendo de atrás para adelante, alterando el orden de las letras, permutando, des-leyendo.

Evidentemente, el ejercicio de la cábala sólo es posible en una lengua semita, donde las palabras tienen un radical trilítero, constituido, básicamente, de tres consonantes, que dan el sentido general de la raíz. 

Lá cábala, básicamente, es un juego con estas tres letras de cada radical. Digamos el radical semita para “matar”, en árabe y hebraico: QaTaL. Leído al contrario, es LaTaQ, “proteger”.

El rabino cabalista, al leer una frase en la Torah con la palabra “Qatal” la leía a la inversa, leyendo sentidos al contrario

Así, el texto de los libros sagrados dice muchas cosas al mismo tiempo. La críptica escritura crística parece apuntar para esta tradición cabalístico-esotérica, donde la verdad es privilegio de pocos.

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