24/Apr/2024
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ROSTROS ITINERANTES de Delfina Careaga. Capítulo XIV

Fecha de publicación:

ROSTROS ITINERANTES” 

NOVELA ACREEDORA A LA BECA FOCAEM 2012 

(Inspirada en la vida y obra del pintor Felipe Santiago Gutiérrez) 

DE DELFINA CAREAGA

CAPÍTULO XIV

La primera vez que conoció el pequeño poblado de Zinacantepec, quedó como encantado por un conjuro con sus humildes casas de adobe, y también algunas de sus residencias enormes, de corredores, patios con árboles frutales y grandes y soleadas habitaciones. Sus calles eran de tierra, y la que llamaban “ Paseo de San Miguel”, estaba pavimentada de grandes losas de piedra por donde circulaban los pocos coches y “calandrias” pertenecientes a las familias ricas: Precisamente en esa calle principal vivían los Zubieta. Cuando Andrés los conoció se sorprendió del afecto que de inmediato le demostraron los progenitores de Tomás y de Mariana. Eran como amistades de su familia a través de largas generaciones; así de natural y cariñoso fue su recibimiento. A Mariana le brillaban los ojos de contento, y Tomás también se congratuló de que su familia acogiera tan cordialmente a su nuevo amigo.

 

         Las lecciones serían los sábados y domingos en que Andrés no tenía clases. Los señores Zubieta se resistieron al principio por quitar al pintor sus días de asueto. Pero éste insistió en que para él representaba un gusto enorme enseñar pintura a su hija.

         Desde que la vio por primera vez, Andrés quedó prendado de Mariana. En algún momento tuvo que aceptar que estaba definitivamente enamorado de ella. Al reflexionar en este cariño, supo que, en realidad lo experimentaba por primera vez en su vida. ¡Qué diferente a la pasión destructora que sufrió por Ausencia! Ahora el mundo, a través de sus ojos amorosos se tornaba un lugar bondadoso y bello. Nada existía que no contuviera una hermosura luminosa; los seres humanos se habían despojado de los rencores, de la estupidez, de cualquier cosa que sugiriera maldad; ellos y todo cuanto existía caminaban despacio y gozosamente. Andrés se soñaba en el universo perfecto. Su último pensamiento antes de dormir y apenas al despertar, era para Mariana y su imagen de muchacha vivaz, diferente, fuerte y a la vez frágil, tan subyugadoramente femenina, lo envolvía de ternura hacia la vida y las cosas, agradeciendo a la tierra y al cielo su increíble ventura

         Así, los fines de semana le parecían un premio que no merecía, pero que saboreaba desde los primeros albores de la madrugada. El primer día que Andrés le pidió que dibujara algo —Mariana había estudiado algo de pintura en su última estadía en España—, se quedó mudo de asombro: la muchacha tenía un talento natural verdaderamente sorprendente. Este descubrimiento aumentó, si es posible, el amor de Andrés hacia su discípula.

         Las clases duraban toda la mañana del sábado y la del domingo. Mariana aprendía a una velocidad inconcebible entre risas y bromas, y al cabo de unos meses, también de caricias, porque la naturaleza humana respondía una vez más con amor al amor cuando de manera total y sincera se le ofrece. Así, la vez primera que Andrés besó a Mariana, supo que ella le correspondía, y que él, por su lado, jamás podría volver a amar a nadie como a ella. Lo que más lo conmovía era la entrega de la joven en cada acto que realizaba, desde el más pequeño como oler una flor, o mirar asombrada la imagen que advertía en una nube, hasta su entrega estremecedora a la pasión, otorgando de esta manera y a cada momento, un monumental homenaje a la vida.

partial view of lovers holding hands with wild flowers on background

         Al año y medio de haberse conocido, Sánchez Molina les ofreció a los dos, una gran exposición en el salón principal del palacio del municipio. Si la primera, ocurrida en la casa de Ignacio fue todo un éxito, esta segunda lo superaba: habían venido críticos, reporteros y políticos de la ciudad de México, alabando unánimemente el trabajo de los dos. Andrés y Mariana estaban radiantes. Su arte también los unía con lazos indestructibles.

         Todo se lo escribió a Enrique Javier. Atravesaba por un mundo intachablemente perfecto. Y no tardó en recibir respuesta:

         “Mi querido amigo: Contesto inmediatamente tu carta que es deliciosa: ¡estás enamorado! Me ha deslumbrado el ardor de tu pasión y porque amas, escribes como un poeta; tu prosa se vuelve melódica. Justamente por ello es que no expreso mis ideas personales sobre el tema. Como tú sabes, uno de mis desprecios más radicales se dirigen hacia la patología del amor…”: aunque contradiciéndose, cayó en la tentación de hacerle un discurso que derramaba vitriolo. En esta ocasión no le hizo ni siquiera sonreír a Andrés que entre sus manos despedazó la misiva.

         —¡Estás enfermo, Enrique Javier!  ¡Enfermo!

 

         Y las clases continuaron. La vida para Andrés estaba plena de paz y amor. En el Instituto ya había creado una gran fama, y a pesar de su juventud se le trataba con la deferencia que se les dispensa a los consagrados. No ansiaba nada más: junto a él, junto a su corazón se hallaban sus dos grandes amores: Mariana y su arte. Si le hubiesen dicho que ella no era tan completamente dichosa, no lo hubiera creído. Todo el tiempo recordaba la frase de un afamado poeta alemán quien aseguraba que “los amantes se encuentran en el cielo”. Así, dulcemente, transcurrió otro año.

Los domingos, por la tarde, tomados de las manos caminaban por el campo hasta el nacimiento de un riachuelo rodeado de flores silvestres. Allí se sentaban, hablaban, acariciándose y besándose, gozando del paisaje y celebrándose ellos mismos.

—¡Todo esto es simplemente perfecto! —dijo él, suspirando.

—Casi perfecto —corrigió ella. Andrés la interrogó con la mirada.

—¿Casi?, ¿por qué? ¿Qué es lo que te falta, Mariana?

—Nada… ¡Todo! —murmuró ella inusitadamente seria.

—¿Todo? —exclamó Andrés alarmado— Explícame qué quieres decir, te lo suplico.

Ella bajó la cabeza. Él miró su rostro y las sombras que alargaban sus pestañas y sintió que la quería más que a nada en el mundo.

         —Esto que hacemos está muy mal, Andrés. Debemos detenernos.   

         Él, que se lo repetía una y otra vez sin poder controlar su amor, asintió, apenado.

         —Yo soy el culpable. He abusado de las circunstancias. Perdóname, Mariana.

         —¿Abusado? ¿De qué hablas? —contestó ella, intrigada.

         —De lo mismo que tú. Estas caricias… Tú eres una muchacha la más decente, y yo no tengo derecho a…

         —¡Pero… no has entendido nada!

         —¿A qué te refieres? —respondió Andrés, turbado.

         —Precisamente a lo contrario: a que no es ni decente ni bueno ni prudente besarnos hasta la asfixia sin entregarnos por completo.

         Andrés achicó los ojos y movió la cabeza por un asombro que le impedía comprender bien las palabras de la muchacha.

         —¿Qué… qué quieres decir? —tartamudeó.

         —Que queriéndonos como nos queremos estamos mutilando nuestro amor. Es necesario, Andrés, entregarnos con el cuerpo como nos hemos entregado con el alma.

         Él se levantó bruscamente, asustado, avergonzado.

         —¡Mariana, por favor! ¡Te suplico que no hables así!

         Ella también se levantó, sonriendo.

         —No me digas que no piensas en poseerme. No sería natural, querido, eso no puede ser, ¿entiendes?

         —Yo… —balbuceó Andrés ruborizado—. Es una pregunta impropia de una señorita. Tú eres lo más limpio, noble… Hacer el amor contigo sería la vileza más inexcusable de este mundo…

         —¿Y no es vileza el contenernos? ¿Por qué si es contra la naturaleza? ¿Acaso eso es lo bueno?

         —No, pero para ello existe el matrimonio. Yo pienso pedirte en matrimonio todos los días, todo el tiempo, constantemente, y siempre me detiene saber que no puedo darte la vida a la que estás acostumbrada desde que naciste…

         —¿Es sólo ese el motivo, Andrés?

         —El único. ¿Cuál otro podría existir?

         —¡Pero ese motivo es una sinrazón que me ofende! Yo no estoy en venta, y el amor nada tiene que ver con el dinero —dijo ella roja de indignación.

         Andrés, entristecido, la tomó de los brazos.

         —No lo malinterpretes. Pero piensa que no sería justo para ti… —De pronto, la soltó abriendo esperanzado los ojos— Lo que quieres decir, entonces… es que… ¿me aceptarías como tu esposo, aun siendo pobre?

         Ella prorrumpió en una carcajada alegre.

         —¡Qué bobo eres, Andrés! A mí qué me importa si eres rico o pobre. Yo te quiero a ti, no a tu dinero.

         Andrés sonrió ampliamente.

         —Entonces… entonces…

         —Entonces, nada —respondió ella volviendo a su seriedad—. No entiendes más allá de lo que nos hacen creer como verdad. El respeto a una mujer va más allá del sexo, y el amor está por encima del hipócrita papel que nos da la sociedad en el matrimonio. Tú y yo somos un hombre y una mujer que se aman. No tenemos que pedir permiso a nadie para querernos, a ninguna institución ni civil ni religiosa…, que quien menos lo entendería sería Dios, si es que existe.

         Andrés dio instintivamente un paso atrás. No podía creer lo que aquella joven decía con tanta seguridad.

         —Mariana, tú…

         —Yo no me voy a casar nunca, Andrés, ni contigo ni con nadie; no quiero ser cómplice de la gente castrada y castrante.

         —¿Saben tus padres y Tomás cómo piensas?

         —Más o menos. Ellos nunca lo comprenderán… ¿Y tú?

         —Yo… Yo intuyo que… Puede ser que tengas razón, Mariana, pero no acabo por aceptarlo. Aunque no soy religioso, las ideas tradicionales de la moral puedo desecharlas de mi intelecto, pero no de la médula de mis huesos donde se han incrustado a través de los siglos. No sé si me entiendas…

         Mariana se acercó a él y puso sus manos en el pecho del muchacho.

         —Sí, lo entiendo. Yo no sé por qué nací distinta, con una mirada que no oculta la vida, pero comprendo tus dudas. Sin embargo… eres inteligente y sensible y podrías… ¿No te das cuenta que estamos engañados?…

         —¿Engañados?

         —Sí, nos engañan a la humanidad entera con reglas y normas que pervierten la existencia… ¿Has leído algo de Kant, de Schopenhauer?

         —No… —Andrés se desesperaba—. Me niego a discutir sobre filosofía. Somos tú y yo. Si me quieres, ¿no deseas pasar la vida conmigo?

         —Ahora pienso que sí, que sería alcanzar lo perfecto viviendo en tu casita y juntos seguir nuestros caminos de artistas. Pero no sé cómo piense después. Por eso no puedo ni quiero comprometerme para siempre en algo que no está en mí anticipar.

         Él se puso las manos sobre la cabeza.

         —¡Es imposible entenderte!… Yo te amo profundamente para siempre, ¡para siempre, Mariana!, y quiero tu felicidad y la mía… Si no te importa ni el dinero ni las comodidades que acostumbras, casémonos cuanto antes. Ahora mismo puedo hablar con tus padres y…

         Ella lo interrumpió poniéndole con suavidad sus dedos en la boca.

         —No. No es posible. Pensé que tú como yo eras distinto.

         Andrés, suavemente, le retiró la mano.

         —Soy un ser común y corriente…

         Ella dio dos pasos hacia atrás.

         —Si es así, no volveremos a vernos. Yo no me permito más sufrir silenciando en mí un impulso natural. Soy una mujer, no una muñeca. Es del todo lógico que quiera entregarme a ti, mi primer amor, mi más sublime amor; pero si tú me rechazas por necesitar el permiso de una sociedad enajenada, yo no puedo hacer nada más.

         —Te suplico que seas indulgente conmigo, Mariana. Yo tampoco puedo tenerte ilegítimamente en mis brazos sin pensar en tu doncellez, en tu hermano que es el mío, en tus padres a quienes respeto por sobre todas las cosas, ¡en lo que se diría de ti!

         Mariana lo miró con triste sonrisa.

         —Entonces adiós, Andrés. Si llegas a liberarte de la mentira, búscame.

         Sin más le dio la espalda y caminó lentamente hacia su casa. Andrés no pudo moverse hasta que la perdió de vista.

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