26/Apr/2024
Portal, Diario del Estado de México

ROSTROS ITINERANTES de Delfina Careaga. Segunda Parte. Capítulo V

Fecha de publicación:

ROSTROS ITINERANTES” 

NOVELA ACREEDORA A LA BECA FOCAEM 2012 

(Inspirada en la vida y obra del pintor Felipe Santiago Gutiérrez) 

DE DELFINA CAREAGA

SEGUNDA PARTE. CAPÍTULO V

Y nuestro viajero continuó su trayecto hacia Mazatlán. Allí, únicamente tuvo que aguardar a que anclara el vapor que debería llevarlo. Había pensado no visitar Panamá y arribar directamente en San Francisco, California. En la diligencia y durante su largo viaje hasta Mazatlán, fue recordando mil detalles agradables de su larga estadía en Querétaro.

         Y por fin amaneció el día en que Andrés zarpaba en el vapor “Continental” a las cinco de la tarde.

         Casi un mes después, llegaba al muelle de San Francisco del cual nuestro artista quedó vivamente sorprendido al ver la multitud de buques de vela y barcos de todas clases y tamaños que allí estaban anclados; la muchedumbre que esperaba al vapor, el sinnúmero de ómnibus y coches instalados y el movimiento, vida y animación de aquel lugar.

         Andrés salió del buque con dificultad debido a la multitud de curiosos. Tomó un carruaje que lo condujo al hotel previamente elegido, pero no tardó en volver a dejarlo gracias a la fiebre que lo devoraba por verlo todo: la forma de las calles, la construcción original de los edificios, la novedad de las costumbres, el vestido de las mujeres, los chinos que eran numerosos, y otra porción de menudencias y particularidades, amén de las avenidas que subían y bajaban.

         Como existía escasez de piedra, pocas calles estaban empedradas y las más tenían el piso de cuñas de madera, las que, ciertamente, son mejores y más duraderas; las banquetas, en su mayor parte, eran de asfalto y las había también de madera. Otro motivo de embellecimiento a la ciudad, era lo ancho de sus calles tiradas a cordel, así como la cómoda amplitud de sus banquetas de diez varas de ancho. No existían puertas ni fachadas que se vieran vacías: todas estaban llenas de grandes rótulos; hasta sobre las banquetas se encontraban carteles recargados o figuras de tablas pintadas con su anuncio embutido en las losas.

“San Francisco Market Street in the 19th Century.”

         Andrés pensó que los hoteles de Estados Unidos eran los mejores del mundo, y California poseía un gran número de todas las categorías, así como infinidad de restaurantes americanos, franceses, italianos, alemanes, españoles y mexicanos.

            Notó asombrado que los templos católicos —-cinco o seis— eran minoría ante los protestantes que pasaban de 50, los primeros, concurridos por irlandeses y españoles, y los segundos, por americanos y de otras nacionalidades.

         Sobre todo le llamó la atención la población china cuyo número rebasaba la cantidad de 10,000. Radicados en un barrio particular, su traje resultaba incómodo, especialmente el de las mujeres.

 

            A los pocos días de haber llegado a esta población, Andrés visitó a las dos personas a quienes, por medio de sus cartas, Ignacio lo presentaba. Una de ellas era un anciano pintor norteamericano quien había vivido algunos años en México y que ahora ya no ejercía su profesión; la presencia de Andrés le causó suma alegría pues nuestro pintor lo puso al tanto de los nuevos valores pictóricos de su país. Este caballero fue quien consiguió para Andrés futuros compradores de sus cuadros.

         El otro señor era, nada menos, que el dueño de las dos galerías de arte con más prestigio en San Francisco. A los seis meses de estar en esa ciudad, Andrés, en dichas salas, ya había expuesto su obra dos veces.  

         Después de dos años, Andrés dirigió su viaje hacia Nueva York.

Fue una travesía llena de riesgos y peligros. La diligencia que lo llevaba debía detenerse o bien cambiar momentáneamente el rumbo para librarse de algunas tribus de indígenas beligerantes que aún quedaban en ese territorio; todavía hacían falta algunos años más para la existencia de un tren rápido llamado Transcontinental Express que entre San Francisco y Nueva York hacía su recorrido en tan sólo 83 horas y 329 minutos.   Poco después, Andrés, cómodamente instalado en el Prescot Hotel, de Brodway Street, escribía sus impresiones de Nueva York:

“La posición de esta ciudad es bellísima; figura una isla oval cortada de ambos lados laterales, por dos grandes ríos que corren de sur a norte y se van a reunir a la bahía; al otro extremo de éstos queda el resto de la población y para pasar a ella es necesario verificarlo en pequeños vapores chatos que semejan edificios flotantes, pues la misma anchura de los ríos impide establecer puentes. Mirando por entre los árboles, se destacan los edificios cuyo fondo no es más que las pintorescas y azuladas colinas, trasladándose este bellísimo conjunto a la tranquila superficie de las aguas, que corren majestuosamente y que apenas son agitadas por las barcas, que con una vela van de aquí para allá, o por los pequeños vapores que a cada momento están llegando”.

Ya recomendado por su propia obra dejada en San Francisco, no le fue difícil trabajar en la gran metrópoli durante dos años.

         Entre tanto, en México ya habían ocurrido sucesos importantes. Por ejemplo, el 10 de abril de 1864, Maximiliano de Habsburgo se convertía en Emperador de México. Y Benito Juárez y los insurgentes quienes no dejaron de luchar contra este emperador extranjero  finalmente, lograron su propósito: Maximiliano era capturado, juzgado y ejecutado el 19 de junio de 1867 en el Cerro de las Campanas, en Querétaro, restaurándose así la República Mexicana. Y el 16 de enero de 1868 Juárez volvía a instalarse en la presidencia con la reunión de todo su gabinete.

Como siempre Andrés dejaba a sus amigos mexicanos la constancia de su dirección de cada lugar visitado, por lo que tenía correspondencia habitual. De esta manera, siguió recibiendo noticias de México, entre ellas las de los Castellano, y las de Amelia, las mismas que, como ella, iban transformándose y ahora se componían de una redacción mucho más rica. Al principio, en sus cartitas, acostumbraba pegar recortes con figuras de bellas muchachas junto a jarrones de flores y otras igualmente románticas. Conforme transcurría el tiempo había dejado de hacerlo y ya no hablaba solamente sobre la salud y el clima; no en vano había pasado el tiempo. La chica —que inexplicablemente no se había olvidado de él— hoy se expandía en ideas que a Andrés le parecían inteligentes y agudas. Era evidente que la niña había crecido. Él leía sus cartas una y otra vez. Algunas las guardaba muy especialmente porque contenían una alta poesía. Por ejemplo, acababa de recibir la última en donde ella escribía de pronto, como brotadas del alma abruptamente, frases que Andrés ya no podría olvidar. Y entre línea y línea anotaba algo como “No olvide usted, que el primer beso no se da con la boca, sino con los ojos” y después, de manera natural, seguía contándole otro incidente dentro de su cotidianidad. Pero, unos renglones abajo, volvía a escribir: “Amar no es mirarse el uno al otro; es mirar juntos en la misma dirección”; o luego: “Todo lo que sabemos del amor es que el amor es todo lo que hay”.

Sin tomar claramente conciencia de sus sentires, el pintor fue olvidando continuar escribiendo sus notas a “María”, a la par que leía y releía las palabras epistolares de Amelia. Y una nostalgia confusa empezó a invadir su alma, una gran melancolía que lo empujaba a extrañar como nunca a su México, a sus amigos, a Toluca, al Instituto y hasta el pueblo donde había nacido. Pero detrás de todas estas imágenes, aparecía la hermosa carita de Amelia, aquella niña pálida de los risos negros a tal grado que por momentos dudaba si debía detener su camino y regresar, lo más pronto posible, a su querida patria.

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