¡Electrizante!
A la hora en que debo entregar la presente contribución, en el Palacio Legislativo de San Lázaro se discute la iniciativa de reforma constitucional en materia energética propuesta por el titular del Poder Ejecutivo Federal. Esta “contrarreforma eléctrica”, como ha sido llamada coloquialmente en alusión a la reforma energética presentada en el 2013, es evidentemente retrógrada, contraria en absoluto a aquélla, que había colocado a México en el sendero de la modernidad en materia de adopción de fuentes limpias de generación eléctrica. Mientras que nuestra legislación actual incentiva la inversión pública y privada en materia de energías limpias y renovables, la propuesta actual pretende entregar a la Comisión Federal de Electricidad (CFE) la decisión acerca de qué tipo de insumo utiliza para producir el fluido eléctrico, inclusive sin importar que éstos puedan ser los tan dañinos combustibles fósiles, como el combustóleo o el carbón. Esto es, ante todo, una pésima señal, pues las compañías estatales siempre han adolecido de competitividad, tanto las mexicanas como las de cualquier otro país en el que hayan existido bajo esta figura. México tiene aún hoy en día dos ejemplos muy claros de que la falta de competencia, a la larga termina por generar incompetencia: la misma CFE y Petróleos Mexicanos (Pemex).
Aunque el discurso oficial insista en ensuciar con falacias populistas la conversación técnica respecto de la nocividad de una reforma como la propuesta por el primer mandatario, en todos los ámbitos especializados —tanto en materia energética, como ambiental, científica, social o económica, e inclusive ahora entre una cada vez más creciente porción de los electores mexicanos— existe consenso respecto de que la restitución de un monopolio energético en manos del gobierno federal; el privilegio de motivaciones ajenas a las técnicas para la priorización en el despacho de energía; la eliminación de los entes reguladores autónomos; etc., representarían el último clavo en el ataúd de una economía mexicana que se encuentra ya en terapia intensiva tras la estanflación en la que hemos caído en los meses recientes.
En el escenario poco probable, pero aún posible de que la propuesta energética del presidente de la República llegase a ser aprobada, primero por los diputados federales y luego también por los senadores, no sólo se tendrían todos los daños ya enunciados, sino que, además, México tendrían que enfrentar un tsunami de demandas que abrirían un boquete más en la ya horadada economía nacional a causa de la cancelación de contratos para la construcción del Nuevo Aeropuerto Internacional de México, la inyección de recursos a una inviable Pemex y muchas otras decisiones que lamentablemente han erosionado la confianza entre los capitales extranjeros para invertir en nuestro país.
Pero independientemente del derrotero que siga la iniciativa eléctrica en comento, México debe aprender del pasado e incluir en toda política pública, la energética en particular, los elementos de innovación que le aseguren a nuestras futuras generaciones la posibilidad disfrutar de un medio ambiente sano y de una economía basada en el conocimiento. Para ello es imprescindible que el Estado Mexicano invierta en investigación y desarrollo para generar las tecnologías propias que aprovechen los abundantes recursos naturales limpios y renovables con los que contamos; al tiempo que resuelvan las problemáticas y necesidades que enfrentamos como sociedad. México puede y debe evolucionar su matriz energética a una moderna, competitiva y ambientalmente responsable.
Lo anterior, dicho sin aberraciones.
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