Delfina Careaga
La casa de la calle de Covarrubias donde nací no conoció jamás el tiempo. No había días, ni meses, ni años, era sólo un solo día blanqueando de sol las paredes y las sonrisas de sus habitantes. Se hablaba del mundo del arte, que también era atemporal, así como se mencionaba de vez en cuando un submundo de mentiras, de traiciones, de contrastes y desprecios que se encontraba afuera de nuestra puerta. Pero siempre eran comentarios sin importancia. El día de la vida nos cambiaba de vestidos: unas veces blancos (sin juegos nuevos), otros rojos (algún enojo); los más, celestes y verdes (de ilusiones, planes comunes, ensoñaciones). Era bonito vivir. No existía peligro alguno porque ya nos habían vacunado a todos. Las escaleras, los muebles, las camas, las mesas y las sillas formaban parte de nuestras invenciones al disfrazarnos de personas que no sabían mentir, que hacían caricias y nos dábamos besos al empezar otro juego. Y las plantas, en ese día eterno, crecían, floreaban y desaparecían bajo la tierra para crecer, florear y desaparecer una y otra vez. El piano era un ser inocente. Lo embromábamos aporreando sus teclas y diciéndole que estaba dando un concierto. Se ponía reluciente, bien lustroso de orgullo. Entonces nos reíamos de su candor y él se enojaba cerrando su tapa de golpe. La cocina siempre cantaba desafinando. Era por el vapor de los guisados que hervían a contra ritmo de las melodías. Su techo amarillo comía antes que nosotros, lo que no podía ocultar por los cachetes inflados de comida bajo su pintura. El corredor patinaba: iba de allá para acá, de acá para allá. Mis primas y yo jugábamos a tratar de detenerlo y siempre perdíamos. También había pájaros encima de sus respectivas jaulas, porque no hubiéramos podido dormir de remordimientos al saberlos encarcelados en esas pequeñas celdas. Cuando les señalábamos su encierro particular, lo aceptaban con gusto y siempre lo adornaban con las flores del jardín y con nidos de cristal. Volaban dando vueltas a la enorme casa y volvían a pararse en las azoteas de sus propios techos. Las puertas de mi casa eran espías profesionales. Unas usaban sombrero, otras nada o lentes oscuros. Sabían secretos, los mismos que podían confesárnoslos siempre que pegáramos las orejas a sus vidrios. Pero, generalmente con nuestros juegos se nos olvidaba y jamás supimos todos esos misterios que ellas habían presenciado. En una ocasión nuestros cuerpos ya no cupieron dentro de los vestidos que el día nos había preparado. Esa tarde oscureció muy temprano. Estábamos asombrados. Se abrió la puerta de la calle y vivimos la primera noche de la vida.
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