Enrique Guzmán nace como quien ⎯en un ejercicio abiertamente anti-gravitacional⎯ flota suspendido a centímetros del piso, que no es lo mismo que volar por supuesto en la región central de un estado del occidente.
A sus catorce años se inscribe al taller de teatro, pero lo abandona al no soportar los planos superpuestos de una ficción encima de otra y otra, cosa que lejos de confundirle, le indigna y le genera la furia de quien se ve en posición de tolerar que pequeños alfileres le atraviesen sólo unas partes de un rostro sin pupilas. A fin de subsanar este asunto y dejar el equívoco atrás, se incorpora al taller de pintura, donde en apariencia están bien claros los límites entre el lienzo y los botones en flor de los jardines de algunas abuelas. De cualquier forma, Enrique se perdía mirando el blanco y siguiendo una a una las líneas que conformaban el entramado hasta sumergirse en la lógica perfecta arriba-abajo de los hilos y había que darle un jalón en el brazo para traerlo de vuelta con el consiguiente riesgo de hacerlo enfurecer.
Una tarde Enrique estaba sentado cerca de la escalera cuando se me rompió uno de los huacales en los que llevaba melones del huerto de mi madre. Los melones rodaron pasando de un escalón a otro. Su cara se ensombreció y yo tardé mucho tiempo en entender la causa. Tuvimos que prepararle un té con gotas de óleo para que se calmara, sólo así, me aseguró, podía inmovilizarse el conjuro para que las navajas permanecieran en estado unidimensional.
A los veinte años ingresa a la escuela de pintura y escultura. Cada día se lleva sus obras iniciadas y las regresa siendo algo muy diferente de lo que aseguró que haría. No por la vía de la sorpresa sino por la de la repetición de un lenguaje pictórico que sus maestros insisten en encausar con una ingenuidad impropia para hombres de barbas tan largas y barrigas tan prominentes. Tratan de apartarlo de los peines de plástico verde, de los trasatlánticos y las oquedades estructurales en toda clase de abismo. Es la suya una fascinación nada inocente, como la sonrisa de las criaturas que están un paso adelante y han visto el peligro o lo han provocado y sólo se quedan mirando como si de algo entretenido se tratara.
Le parecía insultante el fulgor del cielo azul de Aguascalientes. A nada te obliga, Enrique, le decía yo. Pero las golondrinas mínimas estaban ya infestándolo todo con su profundidad de acordeón intransigente. Muchas veces escruté el cielo cuando él no me miraba y traté hasta de imitar sus gestos para adivinar presagios en el azul, pero nada encontré ahí que coincidiera con el registro funesto de sus ojos cada que él lo miraba.
Lolbé González Arceo (Mérida, Yucatán 1986). Es maestra en Psicología Clínica por la Universidad Autónoma de Yucatán y obtuvo el título de Técnico en Creación Literaria por parte del Centro Estatal de Bellas Artes de Yucatán.
Es docente en la Licenciatura en Lengua y Literatura Modernas de la Universidad Modelo y estudia la Especialidad en Psicoanálisis en el Colegio de Saberes de la Ciudad de México.
Aparece en la antología “Yo quería llamarme Emilio, como tú, y otros poemas” (Grafógrafxs, 2021). Es integrante del taller de poesía de Grafógrafxs.
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