I
Malayo
Estoy muy cansado. Dedico veinte días a sanar heridas para, nuevamente, a fin de mes, apostar todas las cartas y sobrevivir a una pelea de vida o muerte. Despierto en una jaula rodeado de excremento de gallinas y comida mezclada con plumas y suciedad. El sonido de aquel maldito gallo madrugador me arruina el descanso, me pone los nervios en el cogote. Con la vista nublada de un ojo, cojeo y me incorporo.
Desde la puerta que da a la cocina, el patio se inunda con el olor al café que ha preparado José Barajas. Retumban las campanas de la iglesia de San Felipe, me ensordecen, taladran mi cabeza. Tengo hambre. Malditas gallinas puercas, se tragaron todo. Sólo un pedazo de tortilla tiesa queda al fondo; lo tomo, lo trozo, lo como.
Con la olla hirviendo, José sirve la taza sobre la mesa de aluminio. Ahí la deja. Agarra la cubeta y, jaula por jaula, sirve tres veces maíz quebrado en las latas perforadas que cuelgan de las barras. Desde hace algunos meses hay cada vez más jaulas vacías, parece que la muerte acecha la casa.
José, déjame salir, grito con todas mis fuerzas. Más mejor ya mátame, digo, pero no me oye o prefiere ignorarme. La taza se enfría, se acerca a mí.
Otra más, Malayo, y descansas, me dice.
Limpia con la manguera el excremento de las malditas gallinas ya montadas y, como gesto de apapacho, me deja cinco puños de maíz. El voraz calor evapora rápidamente el agua. Así pasan los días, a pleno sol, en meses que parecen años. La misma rutina y el mismo café frío en la mesa, que nadie se toma.
Por ahí dicen que los animales predecimos las desgracias, los mal agüeros nomás; que disque sentimos los terremotos y las enfermedades, pero es puro mito. De José nunca se sintió el cáncer o no lo quisimos sentir. Gallo por gallo fue muriendo de enfermedad o en la arena batida de sangre. La muerte siempre cerca, quietita al lado de las decenas de colillas de cigarro atrás de la puerta.
Estoy muy cansado de pelear. Llegó la hora. Ármame bien, José, le grito. Me acaricia y, delicadamente, como poema, me calza. Entro a la huilila, el viaje es largo hasta Chavinda.
La gente ebria está con vida y huele a caca de gallina. Un sonido me retumba en la cabeza como las campanas de San Felipe: empieza la danza de la muerte. Sorprendo por la espalda y, con castigo cruzado, me voy a la nuca; pero el asil pega un salto y empuja las espuelas, me asesta una mortal herida en la cabeza. Poco a poco ya no escucho los repiques. Ruedo por la arena, que se tiñe de sangre.
La muerte estaba quietita mirándolo desde una butaca. Su esposa lo había dejado hace años en una casa llena de jaulas, harta de los guamazos. Desde hace 10 años ya nadie lo cuida ni le sirve el café.
Temblando, entra al foso y me levanta arropando mis alas.
Ahora sí, vámonos derecho, Malayo, dice, y me cierra los ojos.
II
Gorrioncillo
Desde hace un año miro por esa ventana cuando el sol está a medio cielo. Como memorama, todos los días habían sido iguales, hasta hoy, que el movimiento dentro de la casa ha cambiado. Llegué y era muy joven. Fácilmente pude haber recorrido distancias largas y descubrir nuevos parajes, volar con otras bandas y rasgar varios centímetros de tierra para encontrarme con los gusanos más suculentos de los campos, mas el pasado febrero, justamente en la primera tormenta del año, desde la teja roja vi cómo llovía más adentro que afuera; sombras se movían enfurecidas cual fuego recio: gritos, golpes, gritos, llanto, gritos, pasos apresurados, un motor arrancando, luces cegadoras entre gotas de lluvia, silencio y llanto, silencio.
Esa tarde me quedé en el tejabán, completamente empapado y entumecido por el último aire invernal; y es que realmente no podía dejarla sola, tiritaba como yo, mas ella estaba seca. Esperé y la estrellada noche cayó. Abajo, el riachuelo que dejó la lluvia arrastraba consigo barquitos de papel. Las calles duplicaban las luces de los faroles. Entonces se asomó por la cortina. Vuela, dijo, y apagó la luz. Entré a un huequito y dormí.
Niña, despierta, el día tiene un susurro a primavera, le dije al amanecer, y desde ese momento olvidé o mejor dicho suprimí mi instinto: volar o morir ha sido la premisa de cualquier ave, y yo no volé. Así, en este tiempo, noté que ha escrito ya bastantes cartas, todas con tinta entrecortada por lágrimas. Él siempre vuelve y rompe el sobre. Enfurecido y triste al verla llorar, a veces toco la ventana como carpintero buscando bichos entre las ranuras de la pared, esperando a que abra un poco las cortinas. Pajarito, viniste, dice, y yo siento que ya no podré irme, que su soledad me ha aprisionado con ella. En meses he visto decenas de mis plumas caer, las nuevas no conocen la frescura del viento en estas alas tiesas y envejecidas.
Ayer, extrañamente, la encontré en la azotea observando el baile de las aves migrantes. Entonces me miró en la viga y se acercó un poco por miedo a que me fuera. ¿Por qué te asustas, pobre avecilla de alas rotas?, lleva tu nido ya lejos. Suspiré y le canté. Detenidamente, se encontró en el universo de mis pupilas como si fueran las del búho ciego que tiene una galaxia en los ojos. Confusa, auguró algo, pareciera como si el ojo de Dios le mostrara lo que sucedió y el suceder.
Las hormigas suben una a una la pared y una a una entran a mi pico mientras la miro completa, completamente por los amplios ventanales de la casa, y en su rostro veo hoy una mueca tenue de felicidad. Baja las escaleras saltando escalón por escalón, como jugando avioncito con el fantasma de la casa sola. Enciende la cafetera y, sin cuchara, acerca la taza y sirve. Un sorbo y sube de nuevo al cuarto. La ropa cae al piso y se baña. Se toca, salen flores de entre sus piernas. Se perfuma y pinta las uñas de un rojo escarlata. Una floja playera negra cubre la silueta y se moja con el cabello aún húmedo. Hoy hay una sola almohada en la cama azulada, tendida, ordenada y limpia.
Se ha enfriado, dice. Es tan suyo el gesto heredado por su abuelo de dejar tazas de café frío por cada rincón de la casa. En la mesita de la habitación escribe otra carta, nada larga, pocas letras. Esta vez la guarda en un cofrecito de madera. Se acerca y me mira. Deja un poco de migas de pan en el filo del alféizar y sonríe.
Ojitos de pájaro, ya puedes volar, le digo, y abro mis alas.
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