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MATEO DE SULTEPEC. 1810 Primera entrega

Del libro de cuentos Las victorias inadvertidas (IMC – 2013)

Delfina Careaga

Mateo sintió frío. Estaba a punto de amanecer. La penumbra ensuciaba la débil luz naciente. Un silencio de espera lo despertó. Se quitó las dos cobijitas que lo cubrían, se echó encima el viejo jorongo de lana y caminó descalzo sobre la paja hasta el portón de la pequeña hera. En la intemperie, como un golpe sintió una especie de conjuro, esa alarma estremecedora y silenciosa que surge dentro de sí antes de acontecer lo inesperado. Y se persignó  admitiendo, sin saberlo, la existencia inescrutable del azar.  

Pensó en ir al curato, a hablar con el fraile don José Manuel Izquierdo para recibir órdenes, pero aún era muy temprano; aunque la rutina se había roto hacía unos meses, cuando este franciscano, junto con don Mariano y don Tomás Ortiz Betanzos y otros señores y otros curas más de la zona, se reunían y hablaban fuerte y a él lo corrían de la habitación. Todo era ya un desbarajuste. En ese instante, cerca de ahí, escuchó el galope de dos o tres caballos por las mudas calles del pueblo. Mateo había oído hablar de una guerra. De luchar por la libertad, pero él no sabía exactamente a qué se referían. Él sólo hacía su trabajo: ser buen cristiano, servir en el convento, atender a don José Manuel en sus alimentos y en sus tareas de religioso. Nunca conoció a sus padres y  aquellos monjes eran su familia y su historia. Lo recogieron de chiquillo, a los tres o cuatro años —el día de San Mateo— cuando casi desnudo deambulaba cojeando por las calles. Ni siquiera de eso se acordaba. Ahora que había cumplido, más o menos, sus quince años, vivía bien: era propietario de un camastro, poca ropa y una jofaina para lavarse, además del ínfimo espacio en aquella hera donde trillaban el trigo y la cebada —con un burrito que trotaba alrededor—,  sembrados por algunos frailes del convento anexo de San Antonio de Padua. Ahí, en la cocina de la casa cural le daban de comer una vez al día. Es cierto que se quedaba con hambre, pero tenía lo suficiente para sobrevivir.

En ocasiones, al terminar sus quehaceres, antes de que oscureciera se encaminaba hacia Las Peñitas donde primero corría hasta perder el aliento, para luego sentarse sobre el musgo, recargado en un tronco, los ojos entrecerrados, concentrándose en respirar el olor más profundo de la tierra y el de su aliento que alimentaba al aire, a la vida. Después, apacible, miraba el bosque con el cuerpo receptivo para que cada corpúsculo de su piel percibiera la húmeda frescura de los riachuelos que cruzaban aquel ejército de innumerables y gigantescos árboles; enseguida, cumpliendo aquel su rito íntimo, volvía la mirada hacia el horizonte, ya con las pupilas por entero abiertas, para atestiguar la permanencia serenamente soberbia del nevado Xinantécatl… Y entonces era feliz.

Mateo no tenía amigos. Los chicos de su edad más que burlarse de su tartamudez y de su congénita cojera, no le hacían caso, aunque, viéndolo bien, no los necesitaba. Por otro lado, se había salvado de trabajar en las minas, donde muchos morían a cada rato y eran tratados a palos, como escuchó decir alguna vez a los hermanos Ortiz Betanzos quienes eran mineros. No podía quejarse. Él no era nadie porque no existía para nadie. ¿Eso no vendría siendo la libertad? ¿Qué querrían decir con luchar por la independencia? Don José Manuel Izquierdo, quien tácitamente fue señalado entre los otros como su patrón, le había prometido enseñarle a leer y a escribir, pero siempre tenía algo más importante que hacer. Y es que el hombre sinceramente lo creía incapaz de cualquier aprendizaje. Sin embargo, y sin resentimientos, Mateo intuía su pensamiento, evidenciando así los prejuicios del fraile.

 

Mientras tanto, el padre Izquierdo también se había parado de la cama. Hacía tiempo que dedicaba su tarea evangelizadora para subvertir a la gente conduciéndola a la insurgencia, surgida entre un grupo de letrados, pequeños comerciantes y militares del ejército colonial, entre los que se encontraba —en un pueblo de Guanajuato— el cura Miguel Hidalgo. Además, contaban con el militar Ignacio Allende, el pequeño industrial Juan Aldama, y en Querétaro —en donde todos se juntaban con frecuencia—, el corregidor de la ciudad José Miguel Domínguez y su esposa Josefa Ortiz. Él aún no podía saber que doña Josefa había logrado dar aviso a Juan Aldama de que la conspiración había sido descubierta y del peligro en que se encontraba el movimiento independentista. No, José Manuel no lo sabía, pero algo lo alertó en ese día de septiembre que apenas despuntaba. Sin más, cruzó el convento, evitó entrar al templo donde iban a iniciarse los maitines, y salió al aire frío del alba.

Entonces escuchó el trotar de un caballo que se dirigía hacia él. No tuvo tiempo de pensar. Como un sueño miró la sombra de un hombre que se agigantaba cabalgando. Sólo cuando estuvo a unos pasos lo identificó, era Gabriel Contreras, amigo y camarada de ideales. Jadeando, Gabriel, sin apearse, le explicó cómo y porqué, en la madrugada del día anterior en el pueblo de Dolores, el cura Hidalgo había precipitado la Guerra de Independencia.

—Como sabéis, don Miguel sólo cuenta con los refuerzos que pueden proveerle los oficiales del ejército, Allende y Mariano Abasolo, los únicos con disciplina militar. Con ellos y ayudados por el pueblo —cerca de seiscientos campesinos provistos de picos, machetes y azadas—, y por los presos que liberó, aprehendieron a los vecinos españoles y los aseguraron en la cárcel. Este grupo se ha dirigido a Atotonilco el Grande, mas, desgraciadamente, con los escasos pertrechos disponibles en la armería local. ¡Por eso es urgente que nos unamos a ellos!

—¿Quién más lo sabe? —preguntó con premura el fraile.

En Sultepec, todos. Los primos de don Miguel, Mariano y Tomás, acaban de partir a su encuentro. El informante llegó de Dolores y primero les avisó a ellos, después a mí con el propósito de que diera la voz a los demás, lo cual ya está hecho.

—Entonces, debemos… —volvió a inquirir don José Manuel.

            —Sí, alcanzarlos de inmediato y sumarnos a la tropa del padre Hidalgo. En Sultepec ya se sabe, pero no en los pueblos vecinos. Vos, fray José Manuel, hacednos la merced de enviar a alguien a avisarles… 

            —Sí, lo entiendo, haré lo que pueda.

            —¡Pero pronto! que se nos acaba el tiempo. 

Y sin más, salió al galope. En ese instante, el franciscano escuchó que otros, a caballo, cruzaban el pueblo. Algunas gentes empezaron a aparecer en las calles como figuras perdidas. Oyó un rumor apenas audible el cual por momentos crecía como un lejano río que se desborda.

Don José Manuel titubeó: dio unos pasos hacia el convento y luego retrocedió para dirigirse corriendo hacia el granero. Allí, en la puerta encontró a Mateo.

—Te necesito. Sígueme. —Le gritó antes de llegar a él.

Y Mateo corrió detrás de su amo con una extraña inquietud. Así, sofocados, llegaron hasta el curato. El fraile escribía algo en un papel que dobló con brusquedad, para después dárselo al muchacho.

—Es sumamente importante que nadie lo vea ¿entiendes eso? Toma y guárdalo debajo de tu camisa

Mateo asintió con la cabeza mientras hacía lo que se le ordenaba. El fraile continuó:

—Llévate a la mula y ve inmediatamente a darle esta carta al escribano don Pedro José Bermejo que fue a hacer un trabajo a San Miguel Totolmaloya. Pregunta por él a quien sea; ahí todos lo conocen. Y sólo a él le darás el papel. ¡Sólo a él! ¿Puedes comprender eso? —Y oprimió el pecho del muchachito como sellándole un escudo.

Los ojos de Mateo no podían abrirse más. Las palabras de su amo le llegaban al cerebro sin imágenes.

—¿Lo entiendes bien, o no, Mateo? Dímelo.

Un como exhausto gemido salió de los labios del adolescente.

            —Entonces ve rápido a hacer lo que te he dicho, que yo tengo que prepararme.  Pero recuerda —y clavó su incisiva mirada en los ojos del muchacho—, es un asunto de vida o muerte. ¿Comprendes?... Bien, márchate ya en el nombre de Dios.

Y no se dijo más.

CONTINUARÁ.


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