“ROSTROS ITINERANTES”
NOVELA ACREEDORA A LA BECA FOCAEM 2012
(Inspirada en la vida y obra del pintor Felipe Santiago Gutiérrez)
DE DELFINA CAREAGA
SEGUNDA PARTE. CAPÍTULO XI
El hechizo de ese letargo anímico sufrido desde la muerte de Amelia, desapareció en el padre y en la hija cuando Mariana aceptó continuar este viaje al parecer perpetuo. Y ambos, aunque ya sin la alegría que siempre les produjo los preparativos, empezaron a tomar las debidas providencias para partir a Europa en cuanto estuvieran listos para ello.
Andrés abrió otra vez los ojos. El jardín le hablaba su lenguaje de afonías. Sintió cómo el leve viento que le sobrevolaba despacio lo envolvía en aromas, palabras, pensamientos arcanos… —Primero fue Roma, pensó…
Primero fue Roma. En el 3 de febrero de 1871, se había nombrado oficialmente Roma capital de Italia y sede del gobierno de la nación; sus primeros años como capital fueron prósperos. Ser el centro político y social del país provocó grandes cambios en la ciudad eterna.
Ya sin su maestra, Mariana decidió estudiar humanismo con el objeto de especializarse en los principales aspectos que estudia la historia de la educación, comprendiendo la importancia de no caer en anacronismos al dedicarse sólo al fenómeno histórico. Mientras, Andrés se integraba al grupo más importante de intelectuales; hombres y mujeres dedicados a la literatura, a la música, a la pintura. Allí también Andrés María mereció atención. Tuvo una buena acogida en su primera exposición y de ahí partió la base de su trabajo. Las familias ansiaban un cuadro de él. Las jóvenes casaderas, un retrato romántico. Los hombres de la política, una pintura de ellos mismos y de sus esposas… Y así, Guzmán no detuvo su quehacer.
Sin embargo, se había vuelto un hombre distinto. Ya no era aquel buen conversador, de sonrisa fácil, de humor festivo. Ahora, cuando hablaba, era sólo sobre su profesión, y esto únicamente cuando se le requería; en todo el resto del día callaba. Dentro de su mirada fue formándose una especie de cortina invisible que no permitía entrar a su alma. Atrás de ese velo parecía no haber nada.
Con Mariana no se comportaba así; su ternura hacia ella lo volvía accesible para escuchar los avances en sus estudios, sus comentarios inteligentes, nuevamente sus ganas de vivir. Sus primeras incursiones románticas lo hacían sonreír con una mueca de sabiduría.
Esta primera escala en Europa representó la misma, o muy semejante a la que llevaron en el resto de los países donde vivieron, donde Andrés mostraba lo que un mexicano puede hacer en el arte.
Y le siguieron muchos más países que con los años él fue olvidando.
Finalmente llegaron a España. Y desde luego se trasladaron —ya en ferrocarril— a Toledo, apenas a 30 kilómetros de Madrid. Toledo. A mediados del siglo XIX la ciudad tuvo un claro desarrollo con la llegada del ferrocarril en 1858, la instalación de diversas centrales eléctricas a lo largo del río Tajo, el asentamiento de algunas instituciones de enseñanza militares y la incipiente llegada de visitantes, consiguiendo así una sensible mejora económica.
Mariana y Andrés buscaron los cuadros de El Greco en iglesias y lugares donde había algunos de él, de Doménikos Theotokópoulos, nacido en Candía, Creta, el 1° de octubre de 1541 y fallecido el 7 de abril de 1614 a los 72 años de edad en esa ciudad de Toledo. La casa de este gran pintor se situaba en el corazón de la judería toledana. pero en la época en que nuestros viajeros la visitaron, era ya un conjunto de ruinas.
Entonces regresaron a Madrid y fueron al Museo de El Prado. Y ahí Andrés pudo admirar a quien su pintura lo había subyugado, aquel pintor que apenas empezaba a ser reconocido mundialmente.
Ahí, en El Prado estudió las pinturas como El expolio, El entierro del conde de Orgaz, El retablo de doña María de Aragón, las de la Capilla mayor del Hospital de la Caridad de Illescas, los Retratos, La visión del Apocalipsis, y muchas más de las 169 obras de arte de El Greco, llegando, Andrés, a la conclusión de que su formación pictórica fue compleja, obtenida en tres focos culturales muy distintos: la primera fue bizantina, la causante de importantes aspectos de su estilo que florecieron en su madurez; la segunda la obtuvo en Venecia de los pintores del alto renacimiento, especialmente de Tiziano, aprendiendo la pintura al óleo y su gama de colores —El Greco siempre se consideró parte de la escuela veneciana—; por último, su estancia en Roma le permitió conocer la obra de Miguel Ángel y el manierismo, que se convirtió en su estilo vital, interpretado de una forma autónoma.
Andrés María también estudió a todos los pintores del museo el cual contiene la mayor colección del mundo de obras de Velazco, Tiziano, el Bosco, Rubens, El Greco, Goya, Fra Angélico…
Y así pasaron los años. El Madrid del XIX era un Madrid de tranvías, primero de mulas, después de vapor y finalmente hacia 1871 electrificado. Las calles se iban poblando de mesones, tabernas, fondas, bazares y almacenes de vino. Fue el espíritu de esa ciudad la más cercana a sus recuerdos de aquel México que habían dejado hacía tanto tiempo. Se sentían a gusto, tranquilos, pero ya habían terminado con su cometido. Entonces Andrés sintió en su corazón que Amelia seguramente estaría orgullosa de ellos.
—Creo que ya debemos regresar a nuestro hogar —Andrés le dijo un día, así de repente, a su hija. Mariana se le quedó viendo fijamente y tardó un poco en contestarle.
—Sí, papá, yo he estado pensando lo mismo.
Y fueron a Barcelona para embarcarse, en esta ocasión por última vez.
***
“¡Amelia!… ¡Amelia!…”, escuchó Andrés María y de momento creyó que era él mismo quien llamaba a su esposa. —Amelia —pronuncio en voz baja y una imagen de cuerpo entero se plantó en su mente y en su alma: una niña pálida de rizos negros. Sí, era ella… aunque él dudaba de los tiempos, de la secuencias y consecuencias de lo vivido, de las épocas.
—¿Qué es el tiempo? —se preguntó en voz alta y un sonido musical, apasionado y dulce le respondió—: El tiempo está en ti. El tiempo eres tú.
Pero Andrés ya no recordó en ese momento que Mariana su hija se había casado hacía años, que había tenido una niña a quien le puso el nombre de Amelia; que con él vivían ella, su marido y su hijita. Había olvidado que él buscó el inicio y retrocedió viviendo en donde se originó toda esta historia, y la parte que él construyó de la Historia del Arte de México; es decir, que él había vuelto a ser y a estar en Texcoco, donde había nacido. “Mamá… te acabo de pintar tu retrato”, lo interrumpió un recuerdo muy realista.
Y en ese instante sintió que alguien, sentado a su lado, le tocaba suavemente el brazo. Volvió la mirada. Los resecos labios de Andrés se entreabrieron en una sonrisa refulgente.
—¡Tiburcio, querido Tiburcio! ¡¿tú aquí?!
Y la voz que Andrés tanto hubo extrañado, volvió a escucharla.
—De aquí no me he movido —dijo Tiburcio— sólo para decirte que te están aguardando y que se te hace tarde. Anda, Andresito, apúrate.
El viejo pintor afinó la vista. Sí… sí… a lo lejos creyó ver a su hermano Gabriel que lo llamaba. Y se levantó de su asiento con el asombro que le causó darse cuenta de su agilidad. Alegre, corrió transformado en aquel Andrés María-niño hacia Gabriel a quien le dio la mano para entrar, justamente en este instante, justamente ahora, por la puerta principal de la Academia de San Carlos.
—Hemos llegado —dijo su hermano mayor.
—¡Sí, ya llegamos! —respondió eufórico el niño en tanto el hombre de 80 años declinaba la cabeza hacia el sueño eterno.
FIN
Amables y apreciados compañeros de Facebook:
Hoy martes 8, saldrá el último capítulo (el 11) de “Rostros itinerantes”. Yo sé que mi amiga Gisela (quien me hizo favor de subirme el escrito a Facebook) y Paty, no fueron las únicas que los leyeron. Por ello, ahora que se termina este ciclo, me encantaría saber los nombres de aquellos que me favorecieron con su lectura, y —si no es mucha molestia—, conocer sus opiniones acerca de esta novelita, la cual, con todo mi cariño, no tuvo otra finalidad que entretenerlos.
Siempre agradecida al periódico PORTAL, siempre agradecida a ustedes, Delfina.
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