Ximena Barragán
Desde que recuerdo, en mi casa siempre había libros, mi papá los devoraba, mi mamá los disfrutaba a su ritmo. La enciclopedia de Disney y las colecciones de cuentos de los hermanos Grimm y otros clásicos infantiles, en su versiones más alegres y muy propiamente ilustrados en estas ediciones de tamaño oficio con pastas duras y en tres colores (amarillo, rosa y verde), hacían su aparición siempre antes de dormir. Adaptaciones de clásicos al cine y los poemas básicos encontraban siempre un espacio en la programación del entretenimiento familiar.
Tenía nueve años cuando leí mi primera novela, igual ahorita da penita, pero para comentarla con la mejor amiga del tercer grado, y aprovechar la trama y “moraleja” para reforzar la educación en la libertad, El Alquimista de Paulo Coelho no estaba mal. Al final fue el vehículo para que yo aprendiera a leer, leer… a dar continuidad a escenas, hilar narrativas y construir estructuras de pensamiento.
Con pequeñas novelitas y muchos cuentos seguí conociendo la literatura en casa, más tarde con los clásicos iberoamericanos y los estereotipados del resto del mundo, en la escuela me presentaron las corrientes, los géneros y los autores más nombrados.
Desde entonces mi gusto por los cuentos fue evidente, a la fecha sigo prefiriendo cuentos sobre novelas, no sé si eso me haga una mala lectora, pero siempre que pueda elegiré una coleccioncita de cuentos sobre un novelón o saga, Harry Potter me aburrió en el 5 y Crepúsculo a mitad del segundo, El Señor de los Anillos lo tendré pendiente hasta mi retiro.
En resumen, la literatura ha sido siempre parte importante de mi vida, a través de ella he aprendido a identificar emociones, escenarios comunes, tendencias y comportamientos humanos.
Así pues, fui lectora y sólo lectora, hasta que, gracias el trabajo más adecuado para mi curiosidad y gusto por las artes, me llevó a pararme en una sala de un edificio de rectoría a cubrir la participación de una interesante autora en un taller literario y, más tarde, entrevistarla.
Yo nunca había escuchado nombrar a Anaité, pero ella era, in fact, una autora que escribía sobre recetas de cocina, reuniones familiares y el aborto; que vestía “de pelos” y platicaba amenamente, sin rimbombancia, sin poses, sin delirio de falsa gurú , como muchos autorxs que antes había topado.
Hice una nota, a alguien le gustó, y me volvieron a invitar; Cecilia Juárez se me puso enfrente esta vez; tan cool, relajada, estoica y dueña de una definidísima y poderosísima voz.
Karla Mihelle, Elma Correa, Daniela Albarrán, Antonio León, Álvaro Urrutia, Ricardo Aguirre; todos ellxs, desde sus contextos, disciplinas académicas y visiones del mundo presentaban una literatura tan fresca, asequible, dinámica, real; me enojaba no haberlos conocido antes.
A cada uno de ellos, y al propio Sergio Ernesto Ríos, pregunté si cualquiera podía ser escritora, siempre pensando que esa cualquiera pudiera ser yo, pero nunca realmente pensando que sería posible.
Entonces un día me invitaron al taller, sólo al taller, no a cubrir ni a entrevistar, solamente a participar en el taller de poesía de Grafografxs.
Aunque, después de tanto acercamiento a la producción literaria, ya había optado por tomar un pequeño curso de narrativa, la poesía me seguía asustando y, en general, la idea de que yo pudiera crear algo artísticamente valioso me seguía pareciendo ajena.
Hice una tarea, la leí ante todxs (con mucho miedo), me hicieron observaciones, la corregí, se publicó (en estas páginas), seguí trabajando. Era un pequeño ejercicio sonoro, de adaptación, que es sumamente insignificante en el universo literario, pero definitorio para mi.
Por fin esa idea de mí como creadora, se hacía tangible.
Seguí, sigo trabajando, encontrando mi voz, ahora también desde la narrativa, esperando seguir mejorando pero ya ni siquiera preocupada por volver a publicar algo, sino solamente maravillada por las experiencias en común que la literatura pone sobre la mesa, por las cosas increíbles que están escribiendo y haciendo los jóvenes, por las alternativas de creación, por conocer las voces de mujeres y hombres de todas las edades, de distintas partes de México y hasta latinoamérica; de que me lean, pero más de leer, de reír y, a veces, casi llorar con todos esos genixs; de sentirme soñada e imaginarme parte de un grupo selecto de intelectuales, pero intelectuales padres; sencillos, libres, curiosos.
Yo poco sé de autoridades literarias, de legitimaciones artísticas, de prestigios académicos, pero a Grafografxs la percibo como una maravilla editorial, desde su contenido, pasando por sus portadas y el nombre, importantísimo pensar en un nombre incluyente.
En fin, desde mi experiencia y por lo que he comentado con otros, Grafografxs ha sido un gran acierto, una importante aportación a la vida literaria del centro del país y a mi vida personal.
Gracias por existir, te tqm Grafografxs.
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