2021-05-19-ice-cream-soda

Ice cream soda

La asombrosa forma en que su vida cambió llegó en el lugar menos esperado, en el momento más apropiado. Hasta entonces Trini era un sujeto enjuto y desapercibido, aunque parte de ese largo peregrinar opaco tal vez se debía en gran medida a su propio nombre, pues era verdad que la dote que el nombre da a cualquier persona es real. Entonces, bastante trabajo le costaba cuando chico pronunciar su propio nombre, pues en realidad se llamaba Trinitrotolueno. Todo, según sabía, por una afición desaforada de sus padres por los compuestos químicos, que irónicamente le habían dado al pequeño para dotarlo de una personalidad estridente y agradable frente a las personas con las que él tuviera que encontrarse en el trayecto de su vida. Al final, el efecto fue precisamente lo contrario, y ante la fatiga que le acarreaba presentarse y explicar los motivos de su jocosa denominación, fue que decidió abreviarla.  

El evento tuvo lugar en un día cualquiera: un dato importante en la cabeza de Trini por si fuera el caso explicarle a alguien más que se hallase en un conflicto similar y de pronto creyese que se destinaba un día en particular de una vida para cambiarla. De ese modo, mientras volvía de la oficina, por el mismo camino que transitaba siempre, fue que tuvo tal descubrimiento.  

Todas las tardes Trini se hallaba fatigado, pues su trabajo era de vital importancia, ya que era el encargado regional de la agencia de emisión de advertencias de autos potencialmente peligrosos en carretera. Así, desde su pequeño despacho aduanal, que compartía con otros veinte sujetos, estaba pendiente de los autos color negro que entraban al país. Era jueves, un día especialmente agotador, pues era el día de desembarque de las empresas japonesas, que no se caracterizaban precisamente por ser las más seguras en ese ramo.  

Era bastante bueno en su trabajo. En los últimos meses había ganado puestos dentro de la compañía, pues no sólo se ceñía a enviar a todos aquellos que compraban autos negros sucintos informes de advertencia sobre su riesgo al manejarlos, sino que expandió su tarea y, junto con un grupo de investigadores mongoles, adjuntaba un estudio sobre el uso real de un automóvil, que no rebasaba el cinco por ciento en toda su vida útil.  

Todo, como en su trabajo, lo tenía bajo control, pues creía que esa era la mejor forma de hacer las cosas. Era cierto que se privaba de ciertas sorpresas que en el cine, por ejemplo, le encantaban. Pero le gustaba sobremanera el confort de ir a la cama con mucho sueño y pocas preocupaciones. Desafortunadamente, era un solo renglón el que no armonizaba en sus días y era precisamente en el lugar de otro de sus grandes placeres: la fuente de ice cream sodas en la que siempre se encontraba en esa encrucijada.  

Como otras veces, se había dado licencia de salir de la oficina un poco antes de las seis, que era en realidad la hora de salida de todos, y lo hacía pues también con frecuencia lo felicitaban por su enorme labor ahí, que le daba a la empresa la reputación de una de las mejores en la prevención de accidentes viales. Así, al llegar a la fuente de sodas, el chico que le atendía, antes de que él pudiera decir nada, le arrebataba la palabra ordenando por él: “Trabaja un ice cream soda de menta y plátano”. El gesto le encantaba, pues era señal de que su vida estaba en el camino correcto, por lo que sonreía orgulloso.  

De ese modo, con el vaso en mano, que decía Trini, y con el ánimo de ir a casa para escuchar algo de reguetón sinfónico y entrar a la bañera, siempre andaba una mujer por ahí que lo sacaba de su zona de confort, pues era cierto que hacía mucho que no conseguía una cita con una guapa chica de vestido floreado y piernas lindas y torneadas como esa que estaba en una de las bancas de la fuente de sodas aquella tarde. Verla así, con su frente tan fresca y su mentón tan definido, jugando con su cabello y con el sol, lo puso en cuenta de que aquellas mujeres parecían de hecho una barrera infranqueable. 

Además de la hermosa mujer que él veía en aquel banco, llamó su atención otro sujeto que andaba por ahí aparentemente distraído y que, sin mayores miramientos, había abordado a la hermosa chica y pudo estar con ella. Eso lo dejó helado, particularmente porque se preguntaba cuáles eran las características de un hombre que tenía tales arrestos. Lo había pensado suficientemente, analizando cada aspecto del sujeto, a tal grado que el ice cream soda de plátano y menta se había derretido ya y el chico de la barra le llamó diciendo: “Señor Trini, señor Trini, debemos cerrar”. Entonces se dio cuenta de que todos, excepto él y los empleados de la fuente de sodas, se habían marchado.  

El hallazgo que cambió su vida llegó en el mejor momento, pues era verdad que para entonces se había enfrascado en una batalla mental por conseguir su meta: abordar exitosamente a una mujer como aquella de la fuente de sodas. De hecho, se había prometido, para poner a prueba su propio compromiso, no regresar hasta ser un hombre distinto.  

Estaba un tanto decepcionado, pues un evento aparentemente inusitado había alterado incluso su productividad en la agencia de emisiones de advertencias de autos potencialmente peligrosos en carretera. El número de accidentes en el computador se había incrementado y él sabía que eso se debía a su mermada concentración. Entonces el asunto era mucho más importante de lo que él suponía.  

Había intentado con un corte de pelo nuevo, pero en la agencia casi nadie lo notó, mucho menos las mujeres, que aunque no eran para nada el estándar que él tenía en la fuente de sodas, sí eran un parámetro útil. El corte le gustaba, le daba frescura al caminar calle abajo del despacho. Decidió comprar una linda chaqueta de cuero como la que aquel hombre llevaba ese día, pero tampoco dio los frutos esperados. Quien lo miraba en la zona de descanso en el trabajo pasaba mucho más tiempo acariciando la suave piel de la chaqueta que preocupado por lo que él tenía que decir.  

También intentó dejarse la barba, cambiar de loción y hasta usar pupilentes de color, pero el efecto fue todavía peor, pues quienes se hallaban encantados por el glamur de esos cambios, con frecuencia lo encontraban descolocado con preguntas tan francas sobre esos detalles, eventos que lo obligaban a balbucear y casi siempre lo orillaban a quedar como un tonto que no sabía qué decir, pues no estaba preparado nunca para ese tipo de entrevistas. Además, estaba tan harto de sufrir sobresaltos por esas apariciones tan estridentes e inesperadas que también comenzó a preocuparle la salud de su corazón.  

Adoraba el ice cream soda sobre todo porque en los días especialmente malos lo alojaba en un espacio propio para meditar sus ideas, pero ahora no tenía ni siquiera eso, pues era de hecho bastante cabal en sus decisiones tomadas. Entonces tenía un agrio expreso que había comprado por ahí. Caminaba por donde lo hacía habitualmente, pero por el desprecio que sentía por su bebida puso más atención que otras veces a lo que pasaba a su alrededor. Aquel era un pasaje comercial que en su cumbre tenía un ventanal inmenso como techo que dejaba ver las nubes pardas. El paisaje lo hizo sonreír sobremanera, pues nunca se había tomado el tiempo de mirar hacia arriba. Luego, se vio franqueado por dos vitrinas inmensas en ambos lados que, por el lustre, lo obligaron a ver su propia estampa.  

Era cierto que el bigote le iba bien, pero, mucho más que eso, notó que su forma de caminar era triste, pobre al ojo de los demás, pensó de ser él un observador casual que pudiera juzgar ese gesto. Echaba el cuerpo hacia atrás, y tanto sus hombros como su espalda le daban el aspecto de un hombre en sí repulsivo. En ese momento supo que no había notado tal cosa, pues siempre que andaba por ahí lo hacía disfrutando su ice cream soda de plátano y menta. Cuando superó el conflicto, echó marcha atrás y adelante, viendo una y otra vez su forma de mover los pies. Fue entonces que lo supo y decidió que lo que en verdad necesitaba era una forma nueva de caminar por la ciudad.  

Ahora tenía cautela de su propio cuerpo, como si de pronto él mismo, desde el cielo y en los ojos de quienes se topaban con él, fuera su vigía. De camino a casa pensaba en Travolta, en Eminem, Di Caprio, Bolt y en muchos hombres, sintiéndose un tonto, sabiendo que era allí en donde se encontraban los verdaderos arrestos de cualquier hombre que pudiera de hecho ocupar cualquier espacio, seguro de lo que fuera que hiciese. Ya en casa, incluso olvidó entrar a la bañera; en cambio, dedicó su tarde a repasar viejas cintas familiares para corroborar su histórico error en que él había caminado aparentemente de la forma correcta. Más adelante, aprovechó la tarde para mirar películas y caminar frente al espejo, ensayando nuevas formas de ir por todos lados.  

Se tomó el asunto tan en serio que en sus ratos libres anotaba las reacciones de todos en la oficina y en la calle ante sus nuevas formas de andar. Por ejemplo, notó que al emular el estilo de 2pack, todos, en cuanto lo miraban llegar, se alejaban de su paso como si de pronto pudiera acuchillarlos. Trató con el estilo de Woody Allen, pues era sabido que su encanto había alcanzado incluso a su hijastra, y aunque pensó que esa aspiración era un poco repulsiva, podría funcionar, pero en cambio, quienes lo miraban caminar de cerca echaban las manos al suelo temerosos de que de pronto pudiera caer.  

Copió lo que Brad Pitt hacía, pero las caderas al final del día le dolían de tal modo que involuntariamente regresaba al estilo Woody Allen. Trató con Jagger y Deep, pero el resultado era casi igualmente devastador. Comenzaba a rendirse y a dudar de sus propias conjeturas cuando por fortuna esa misma noche en que se untaba pomada por casi todo el cuerpo, en la tele abierta pasaron El bueno, el malo y el feo, y al ver a Clint Eastwood supo que era eso lo que sus piernas urgían. No obstante, pensó que esa forma de caminar era demasiado obvia para todos, incluso para quienes jamás hubieran visto la película, y tuvo miedo de ser descubierto. Entonces, como en las advertencias de autos potencialmente peligrosos en carretera, sólo necesitaba un señuelo amable.  

Lo que siguió fue su primera noche de desvelo en mucho tiempo, pues era cierto que ahora estaba mucho más cerca de descifrar su propio entuerto. En la orilla de la cama, con las pantuflas ya puestas, repasaba una y otra memoria de hombres notablemente aptos para caminar sin que uno encajase con el modo de Clint y el suyo. Afortunadamente, de la nada tuvo el recuerdo de la única vez en que él pensaba que Robert de Niro había caminado bien, pues, de hecho, creía que el hombre caminaba desde joven como un hombre viejo, y esa película fue Taxi Driver.  

Las golondrinas afuera comenzaban a cantar anunciando la mañana. La manecilla corta, que, por cierto, siempre había odiado, estaba por rebasar el cinco, pero se sentía tan emocionado de su reciente descubrimiento que se puso a caminar por todo el cuarto, luego por toda la casa y siguió hasta que abrió la puerta de la calle y continuó sin que nadie lo pudiera detener. A pesar de su espeso andar, se sentía flotar en cada paso que daba. Incluso tuvo ganas de que alguien de pronto lo sorprendiera por ahí en medio de la noche, casi mañana, caminando de esa forma tan hermosa.  

Ya en el trabajo, dominaba su nuevo estilo. Estaba cansado, pero no importaba mucho. Ahí, una chica, una practicante que en una excusión universitaria lo había visto unos días antes, se le acercó con mucha inquietud. Era morocha y encantadora, pero él sabía que estaba ahí porque lo había visto caminar con el estilo de Allen y fue por eso que la dejó seguir con su camino y sus adulaciones, y sólo ocupó ese ánimo para salir a la tarde, esperando lo mejor.  

Así fue que sucedió. Casi en el mismo pasaje comercial, casi por las mismas calles en que se sintió atormentado por no tener las agallas para abordar a una mujer, conoció a Zelma, una chica de estatura media y piernas lindas con un vestido que aunque no tenía el mismo vuelo que uno floreado, pues este tenía de hecho cráneos, sí irradiaba encanto.  

Hay que decir que aquella tarde tuvo espacio un golpe de suerte, pues, a pesar de su precioso cabello negro y sus ojos negros tan puros, ella se encontraba practicando también un nuevo estilo de caminar. Entonces, esa pausa que ambos usaban los obligó a poner atención el uno al otro suficientemente como para encontrarse de frente y poder charlar. Emocionados por los resultados de su reciente proeza, fue Trini el que propuso dar un paseo por la ciudad, pero Zelma fue más precavida y lo invitó a ver la puesta de sol en su auto, cuyo asiento del copiloto jamás había sido ocupado.  

La desgracia para Trini fue que el auto era precisamente un Datsun negro y apenas estuvo sentado a su lado se sintió arrepentido de todo lo que había conseguido hasta ese momento. Zelma, cuyas piernas vibraban con la velocidad del auto, aceleraba cada vez más. El velocímetro rebasaba los 120 kilómetros por hora, precisamente en una carretera que no parecía tener fin. Hasta entonces, no se habían presentado propiamente, pues se dedicaron en primera instancia a elogiar los ojos del otro y el olor que ambos expelían. Calando la palanca de velocidades todavía más al fondo, ella dijo: “Me llamo Zelma, por cierto”; y Trini dijo, por fin con furia: “Me llamo Trinitrotolueno”, pues no estaba ni cerca de decir que sus padres habían muerto en un accidente de tránsito.  

Los abarrotados recuerdos de Trini habían sido tales que aprisionaron sus ojos, pero particularmente su mente, a tal punto que no supo cuándo la velocidad del auto había cambiado, pues ahora se hallaban temblando en una cumbre sinuosa donde el sol los llamaba con la yema de los dedos en el caldoso ocaso.  

Sólo pudo respirar cuando jaló el freno de mano. Sus ojos, como nunca, eran pura expectación. Vio la serpiente que trepaba de su pierna izquierda, pero no era otra cosa que un tatuaje. Sus ojos se hallaban extraperceptivos. Entonces ella le pasó una mano por las manos de él y en cosa de segundos se había arrestado por la boca. Zelma no dejó que pudiera moverse, pues en el acto se había despojado de su vestido. Creyó divertido dibujarle sus propios tatuajes con los dedos y fue ese gesto lo que la hizo a ella dejarse llevar encima de él, que para entonces ya frotaba la carne de las nalgas como para hacerla reír, pues decidió que ese trato era lo que obligaba al abandono del cuerpo y así lo hizo hasta que los dos se quedaron dormidos y secos cada quien en su lugar.  

Cuando despertó, estaban de nuevo en la ciudad. Zelma fumaba un cigarrillo en la pena de la noche y escuchaba un poco de metal pop. Tenía una de sus elegantes piernas sobre su propio asiento. Casi se sintió avergonzado de haberse abandonado así, pero supo que había dormido de esa forma jamás gozada precisamente en un auto. No sabía qué seguía en ese rito de amores, pues de hecho no ponía mucha atención en esas partes en las películas que miraba, pero fue justamente ella, como otro buen gesto de cariño, la que lo despidió casi expulsándolo del auto con un beso, pero agregando que era de hecho un buen sujeto.  

Entonces Trini tuvo otro encuentro con la fortuna. Seguramente ella esperaba una declaración más congruente, pero él sólo atinó a decir: “Desearía que hubieras dormido como yo en este momento”, y casi se bajaba del auto cuando Zelma dijo algo que lo puso a pensar que más adelante estarían tal vez muy cerca: “Seguramente has conseguido una buena idea”.  

De vuelta en la agencia, Trini no sólo echó mano de los mejores investigadores mongoles, sino de los mejores magnetómanos del mundo y de los más hábiles diseñadores de navegación digital que pudo hallar. Supo que un camino en carretera no era más que un trayecto estéril, que, de hecho, un auto sólo obligaba ser conducido en las urbes; y, de ese modo, con ingenieros civiles y su equipo, reformaron las carreteras del mundo instalando vías de metal que no permitían a los autos ni ser conducidos ni salirse de su curso.  

Un año más tarde, la agencia tuvo que cerrar, pues ya no tenía trabajo que hacer. En cambio, a Trini le eran entregadas tantas llaves de tantas ciudades que tuvo que conseguir una casa más grande. Al parejo, tuvo tantos premios por su descubrimiento que ya no lo miraban de la misma forma, pues muchas marcas de autos lo despreciaban, ya que también se descubrió que estas fraguaban su riqueza en los accidentes y no en los modelos nuevos. De todos modos, tanto Zelma como Trini gozaban de irse por la carretera haciendo el amor y quedándose dormidos cada vez, pues, de hecho, Zelma, en efecto tampoco había dormido como Trini lo hizo aquella ocasión. 

Escribo desde 2016, cuando llegué a la Escuela de Escritores del Estado de México queriendo mejorar las letras de mis canciones. Desde ese momento ni la literatura ni yo nos soltamos. Escuché por ahí que llega un punto en el que debes tener cuidado con los talleres, con los comentarios en ellos, pues se corre el riesgo de arruinar un buen texto por la neurótica sed de participar. En ese sentido, el espacio que Grafógrafxs ofrece es uno lleno de juicio, criterio, diálogo y escucha, además de que el carisma de Alonso Guzmán es lo que al ebrio las pachitas de 20 pesos. Mi cuento Ice cream soda es un divertido experimento que bien podría ser narrado en aquella banca por Forrest Gump.  

Christopher Aguilar Reyna (Villa de las Flores, Coacalco, 1987). Es licenciado en Psicología por el IUEM. Algunos de sus cuentos se han publicado en La ColmenaMetáforas al AireRevista UniversitariaMonolito y Palabrerías. Es integrante del taller de narrativa de la revista Grafógrafxs


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