2021-03-16-sabia-que-teniamos-que-matarlo

Sabía que teníamos que matarlo

Alejandra Gotóo

Primero pensé que podía ayudarlo, sacarlo del camino para que no fuera a sufrir ningún accidente. Manuel se quedó a la orilla. Yo me acerqué a él. Habíamos estado caminando para llegar al siguiente poblado. Nos encontrábamos en una carretera, de esas entre los pueblos, comunes en México, de las que no están bien pavimentadas y son muy estrechas. Había muchos árboles; el calor nos hacía sudar y mojar copiosamente nuestra ropa. Al estar suficientemente cerca pude apreciar su pelaje café en una maraña de sangre y polvo; sus ojos parecían estar bien. Su cuerpo era muy delgado, su cola llena de pelo y su crin larga y deslumbrante, pero su pata izquierda estaba lastimada. Colgaba apenas sostenida por algunos trozos de tejido. La sangre, que ya no brotaba, se había quedado allí pegada para que la herida completara su cuadro de  polvo y moscas. Fue cuando los dos lo pensamos, pero yo no lo dije. Creo que él tampoco. Podía escuchar su respiración agitada, sus bufidos entrecortados. Se me acercó y me ayudó a sacarlo del camino. Fue un proceso lento porque no podía pisar con esa pata. Saltaba sólo usando las otras tres. Lo empujamos lo mejor que pudimos. Tratábamos de guiarlo a la orilla. Podía notar en sus ojos que no estaba bien. Percibí el mal olor cuando me le acerqué, pero traté de quitarlo de mi mente. Nos tomó algunos minutos sacarlo de la carretera y pensar qué hacer con él. Vi el corral del que se había escapado, era amplio y con un pastizal de un verde brillante. A lo lejos se podía ver otro caballo, uno más grande, quizá era su madre. 

El corral tenía una puerta de metal cerrada con un candado viejo y oxidado, imposible pensar en abrirlo, pero a las orillas de la puerta había unas columnas de cemento gris, mal hechas, ni siquiera terminadas. Entre la puerta, con sus orillas y columnas desproporcionadas y el resto de la cerca, había un espacio, no muy ancho; su madre no hubiera podido pasar por allí, pero el potro sí lo hizo. En mi mente recreé lo que había sucedido. Salió por esa delgada abertura para descubrir qué había más allá de la cerca y del pastizal verde. Encontró muchas otras hojas, árboles y sombras distintas. También encontró a ese auto que le había pegado. Así fue como se rompió su pata. Escuché la voz de Manuel:

–Tenemos que matarlo, es imposible meterlo allí por la abertura; es una suerte que haya logrado salir en primer lugar. 

El potro estaba ya destinado a la muerte. Sabía que era mucho más difícil curarlo que simplemente matarlo. Sabía que si lográbamos meterlo de nuevo al corral, su dueño lo sacrificaría o peor aún, lo dejaría morir lentamente. Sentí las gotas de sudor resbalando por mi piel. Pensé que sería más caro para el dueño buscar a alguien que lo curara que sólo usar su carne y piel para cualquier otra cosa. Traté de concentrarme. En esos pueblos entre las carreteras de México los caballos son animales de carga. El calor me hacía sentir mareada. Yo no quería matarlo y  aunque quisiera no hubiera encontrado el modo. Manuel miró detenidamente el paisaje hasta hacerme ver esa gran piedra a la orilla del camino. Yo sólo podía sentir la humedad de mi cuerpo. Con eso hubiera sido suficiente; sólo una roca, sólo salir de allí y dejar de sentir todo eso. Le miré a los ojos, que parecían estar bien. Me explicó que si golpeábamos al potro con esa piedra en el cráneo se lo romperíamos y entonces moriría en minutos. Sentí frío en mi interior y sólo pude enjugar el sudor en mi ropa una vez más. 

–No podemos levantar esa piedra, parece muy pesada.

–No tenemos que levantarla tanto, sólo un poco.

–Tendríamos por lo menos que levantarla un poco más de su altura.

–No.

Quería preguntarle cuál era el plan, pero mi mente podía completar la idea. Manuel pensaba golpear al caballo para hacerle perder el equilibrio y que cayera. Entonces, cuando estuviera recostado, entre los dos tiraríamos la piedra sobre su cabeza para ayudarlo así a alcanzar su destino. La única forma que teníamos de tumbar al caballo era pegarle en la pata que se había lastimado. Así perdería el equilibrio. ¿Qué clase de personas hubiéramos sido para alejarnos y dejarlo en su sufrimiento? Teníamos que matarlo, era lo más piadoso.

Cuando solté esa piedra escuché un “crac”. A veces, cuando todo se queda en silencio, lo escucho. Sus huesos se rompieron, pero ese sonido no estaba afuera de mis sentidos sino adentro. No pude verlo después. Nunca más pude volver a verlo. Manuel regresó al pueblo, caminó sobre nuestros pasos y supongo que sigue habitando la pequeña habitación donde dormíamos. Yo seguí caminando hasta llegar al siguiente pueblo y llegué a otra carretera. Después, hasta encontrar otro pueblo, y de nuevo otra carretera.


Alejandra Gotóo (Ciudad de México, 1991). Estudió Lengua y Literatura Inglesa en la UNAM. Actualmente estudia la maestría en Antropología Social en la Universidad Iberoamericana. Es autora de la novela Ruptura (Ediciones Oblicuas, 2011) e integrante del taller de narrativa de la revista Grafógrafxs.


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