Daniel Cortez 

La libre sintonía que da el invierno deja marcada las huellas de un ayer apocalíptico y una esperanza en el hoy que comienza. Las tardes no tienen palabra de honor, ya que no llevan una constante al recorrer el territorio libre de este sentimiento, que se vuelve voluble al compás de la tonada del viento que acerca al momento, la ligera fragancia que emite tu cuerpo. 

El reloj no se detiene y la espera es un tic tac en el eco de permanecer sintiendo, la banda sonora hace que el pulso tome el ritmo. Entonces llegas al lugar en el cual hallamos complicidad. El abrazo, saludo y risa, dan la libertad de encontrar armonía al tomarnos de la mano. Mientras encontramos el equilibrio después de la efusiva bienvenida, no hay mucho que hacer por un par de minutos más que observarnos. 

Te guardas en mi pecho y hacemos un noticiario con los hechos relevantes de la lejanía sin ti (sin mí), y como el ayer tuvo sus momentos divertidos, donde falto la presencia de alguno de los dos, reconozco nuevamente tu piel al tacto y tus ojos a mi mirada, no hace falta más, el minuto para encontrar un momento de paz al aspirar tu esencia, se da al recostarte a mi lado y ver el techo mientras las palabras consumen el tiempo. 

Vuelve la distancia y tu ausencia se hace presente al tomar el transporte que te regresa a la realidad de tu semana. Me bebo el recuerdo para estar en ti, para soportar de nuevo la espera, me remonto al perfume que se quedó anidado en la almohada aquel día, ese que aún persiste y me lleva al lugar al cual llegamos cuando cerramos los ojos, ese en el que sólo existe una promesa, un sueño… a ese lugar en que conservo tu aroma.