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El Togo, tan sólo un perrito Por Delfina Careaga

Delfina Careaga 

¡No puedo creerlo!.... Acaba de ser lunes y hoy me dicen que es sábado. ¿Por qué la prisa? Es como si el tiempo, que camina “a su tiempo”, de pronto se da cuenta que los viejos se están retrasando en llegar a la meta final; y con toda su energía corre comiéndose los días, las semanas, los años para que no lo regañe esa muerte intransigente y lo acuse de lento como cualquier anciano. 

Hoy desperté y cuando me senté ante esta hojita en blanco, tan inocente, una memoria fuerte la sacudió como un huracán. Me acordé de aquel perrito de origen chino mal llamado “el Togo”, nombre japonés. 

El Togo fue querido y mimado por la familia más o menos en sus primeros seis meses de edad. Luego, todos lo olvidamos… excepto papábuelito. Ahora, confieso que en realidad nunca conocí bien a mi abuelo. Era callado y si hablaba era para hacer un chiste. Pero de él nunca decía nada. No se sabía si le dolía algo, si se sentía tan fuerte como un muchacho, si tenía algún miedo oculto, si quería morirse o si deseaba irse de parranda. Se metía en su consultorio todo el día, excepto a las horas de las comidas, y el perro nunca, ni un segundo dejó de seguirlo, haciéndose viejo e invisible para todos los demás. No me acuerdo de un momento otorgado a su atención. Su comida, hecha por mi abuela, se la daba personalmente papábuelito. El perro se acomodaba en donde no fuera molesto en el mismo consultorio y mi abuelo, el médico, daba consulta con el animalito enrollado, silencioso, con lo más íntegro de su humildad por el cariño a mi abuelo. Me acuerdo de la indiferencia total de toda la familia a ese pequeño ser que dormía sobre unos trapos junto a la orilla de la cama que ocupaba mi abuelo. Mamálichita, que era una mujer limpia, hacía el sacrificio de bañarlo cada quince días y no volvía a tocarlo. Todos ocupados en sus quehaceres sólo nos dábamos cuenta de su existencia cuando se cruzaba en nuestro camino y le gritábamos, asustándolo. 

Era domingo cuando se celebraron los quince años de una prima. Fuimos todos a la misa (el ateísmo de papábuelito respetaba caballerosamente la religiosidad de los  demás miembros familiares)  misa preliminar a la fiesta que se haría en un salón alquilado para ello. Cuando regresamos de la iglesia mi abuelo, por primera vez, declaró sentirse mal. Se recostó en su gran cama de latón y no quiso comer. Algunos de nosotros lo rodeamos, esperando que se sintiera mejor. Inesperadamente, él, casi sin aliento, nos comunicó que iba a morir, y que por favor prendiéramos la televisión y que no lo molestáramos. Todos nos quedamos con la boca abierta. Sólo Mamálichita corrió hacia mi abuelo y lo abrazó como para defenderlo de la muerte. Mi tíalí, su hija mayor, le preguntó llorando si llamaba a un sacerdote. Mi abuelo, con sus ojos negros aún brillando, le dijo que esa clase de personas no entraban en su casa. Después cerró los párpados y murió. Por supuesto que la fiesta se convirtió en velorio dentro de esos centros sociales especializados para ello. Al regresar a casa en la madrugada, sobre los trapos junto a la cama de los abuelos, yacía el Togo, enrollado, silencioso, con lo más íntegro de su humildad:  muerto. 

Y fue cuando todos lo vimos, cuando todos sentimos el ardor del remordimiento por haberle negado una existencia junto con la admiración ante ese pequeño con tan grande sensibilidad; admiración por haber amado tanto y aquella extraña fidelidad  de la que carecemos los humanos. 


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Nacional
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