Son las nueve de la mañana. La última ronda del desayuno está por servirse, arroz y frijoles. Mientras tanto, el resto de los hermanos centroamericanos se alistan para salir a cumplir con la jornada habitual de la casa.
Lilián Arzate
“Cuando uno entra a México es cuando el camino se vuelve más difícil. Aquí, nos encontramos con todo tipo de personas que nos van quitando nuestras pertenencias. En el tren, uno tiene que aguantar frío, lluvia, hambre; de todo. Gracias a Dios, unos logramos llegar hasta aquí, otros, se van para Estados Unidos; pero la mayoría se quedan en el camino. El tren los parte”, comenta Modesto, un migrante hondureño que hace dos meses intenta establecerse legalmente en México. Su esposa y dos hijas reciben el poco dinero que gana vendiendo flores en las avenidas que en el albergue elaboran.
Después de compartir un poco de su historia, Modesto sale con dirección a Jococingo para cumplir con su día laboral. Las áreas de Toluca, y de otros municipios del Estado de México, que cubren para vender sus productos, van rotándose cada día o cada semana, entre los miembros de la casa.
Generalmente, se sale a trabajar en pareja para evitar peligros pues de acuerdo a la comunidad del albergue, “ha habido quienes han salido solos y no se vuelve a saber más de ellos”.
Aproximadamente, cincuenta personas –mujeres, hombres, niñas y niños de todas las edades– son las que actualmente habitan bajo el casi nulo techo del albergue “Hermanos en el camino” ubicado en Pilares, Metepec.
La estructura del lugar es la de un taller mecánico que ha servido como refugio para la comunidad migrante – coordinado por Armando Vilchis – desde hace ya tiempo y que ha llegado a resguardar hasta cien personas a la vez.
Como Modesto, muchos más migrantes llegan a México esperando mejorar su calidad de vida y la de sus familias, aunque sea en la distancia. La situación para ellos en sus países –Honduras, Guatemala y El Salvador, principalmente – los ha empujado a salir a buscar mejores oportunidades que logren aminorar el hambre y donde sus vidas no se vean acorralas por grupos delictivos.
Es usual que el albergue reciba apoyo de la comunidad mexiquense. La mayoría de los objetos que conforman el hogar de los migrantes han sido donados por las personas que se acercan voluntariamente a ayudarlos. Sin embargo, los recursos básicos de alimentación, vivienda, limpieza y vestido siempre son necesarios y bien recibidos. Sobre todo, en esta temporada, cuando los fríos más fuertes comienzan a sentirse en el Valle de Toluca.
A lo largo de la mañana, el albergue se va quedando vacío. La mayor parte de la comunidad ha salido ya a trabajar.
Cerca de Galerías Metepec, se puede hallar a Carlos Fernández, un joven muy amable y sonriente de veintiocho años. Él también es hondureño, llegó al país apenas hace un mes. En Honduras, sufrió un accidente del cual aún sigue recuperándose. Así se le puede ver trabajando en las avenidas principales de Metepec, con un brazo necio a recuperarse, y con todo el ánimo para salir adelante.
De igual forma, familias enteras, parejas de hermanos y muchos menores, salen diariamente a ganar lo poco que su situación como migrantes les permite.
Las seis de la tarde, marca la hora para estar de vuelta en el albergue. Esta es una de las muchas normas que los coordinadores han establecido como medida de seguridad y de convivencia para la comunidad migrante.
Con todo y los riesgos, la necia discriminación –que, de acuerdo con ellos, es menor– y las pocas oportunidades; es que día tras día, decenas de migrantes centroamericanos se aventuran al hostil exterior para regresar al albergue con un poco de dinero que les dejará sobrellevar la próxima jornada.
(Foto: Lilián Arzate)
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