13/May/2024
Portal, Diario del Estado de México

Oquetza, camino a la raíz

Fecha de publicación:

Carla Valdespino Vargas

Tal vez sea tu misión: juntar los huesos de las chicas, armarlas, darles luz y después, dejarlas correr libremente hacia donde tengan que ir

Chicas muertas

Selva Almada

Los rostros de Jesusa González

Haré una pausa en la reflexión sobre las Montañas Sagradas pues no quiero pasar por alto que el 5 de septiembre es el día internacional de la mujer indígena. Mi historia es una historia compartida, historia que fue/es escrita por una serie de creencias coloniales que nos llevan a negar o invisibilizar nuestra raíz. Todo lo aquí planteado es solo reflejo de la historia de México, un país en lucha constante por crear una identidad, cuyo resultado no ha sido satisfactorio para las naciones indígenas.

1. Mis primeros años

Gran parte de mi infancia la viví en La Presa de Villa Victoria. Mi abuelo tenía la única tienda y el único molino de nixtamal de la comunidad, así que mucha gente venía todos los días. Los domingos me tocaba ayudar a despachar la tienda o cobrar en el molino; me gustaba más estar en el molino porque veía a todas las señoras, los colores de su ropa me llamaban la atención, me fascinaba escuchar cómo hablaban entre ellas, sabía que hablaban mazahua, de hecho, en casa se utilizaban algunas palabras en mazahua y uno de mis tíos sabía un poco para poder platicar con los peones y las mujeres mientras esperaban su nixtamal convertido en masa. 

En una ocasión me tocó estar presente en el Combate, fiesta que se realiza el último día de la cosecha en honor a los trabajadores. Los peones de mi abuelo y sus familias llegaron a la casa, traían muchas flores amarillas y collares de pan, con los que adornaron los colotes, la casa y de paso, me colocaron un collar de pan y flores. Era una verdadera fiesta, hubo mucha comida y pulque. 

Un año después, acompañé a uno de mis primos a la milpa a recoger la cosecha. Para el regreso a casa, mi primo me dio permiso de venir sentada sobre los costales de maíz, junto a los peones. Yo estaba feliz, pero cuando mi abuelo me vio, me regañó pues mi lugar no era junto a los peones, ellos eran mazahuas y yo no. 

Cuando comencé mi investigación sobre tradición oral mazahua, mi abuelo no comprendía por qué lo hacía, me dijo en muchas ocasiones “no pierdas tu tiempo, eso no sirve, el mazahua ya ni se habla”. Efectivamente, el panorama de mi niñez había cambiado de manera muy drástica, en pocos años, ya no veía a las mujeres vestidas con sus enaguas de colores y ya casi nadie hablaba mazahua en el molino. Los jóvenes, hijos de los peones, habían migrado a la Ciudad de México. Ya no pude hacer mi investigación en la comunidad donde crecí, pero sí fui a San José de Rincón, donde esbocé los rostros de Jesusa González. 

2. Mis abuelas

No conocí a mi abuela, su nombre era Elvira García Munguía, murió cuando mi mamá tenía tres años. Una foto en el cuarto de mi abuelo y algunas anécdotas contadas por mis tíos mayores me han ayudado a formarme una imagen de ella: una mujer trabajadora y risueña, aunque en las fotos, que después recuperé, su rostro refleja mucha seriedad. 

Inés Munguía González fue mi bisabuela y a ella sí la conocí. Era una mujer dulce y muy pequeña de estatura. Me gustaba jugar con su bastón de madera, cuya empuñadura tenía la forma de la cabeza de un ave. En realidad, la vi pocas veces en mi vida. Sobre su historia sé poco, tuvo un accidente desde muy joven y por eso tenía que usar el bastón, pero su incapacidad en la pierna no le impidió tener más de quince hijos, mi abuela Elvira fue la mayor. Migró con toda su familia a la zona conurbada de la Ciudad de México. No recuerdo cuándo murió, quizá yo tendría unos dieciséis años o menos.  

De oídas, solo de oídas, conocí a mi tatarabuela, no hay fotografías de ella, solo a través de las palabras he logrado construir parte de su ser. Su nombre era Jesusa González, así, sin apellido materno; solo tuvo una hija, Inés. Mi tía Etelvina, la hermana mayor de mi mamá me contó que la recordaba un poco: la abuela Jesusa era muy alta, morena, usaba enaguas y collares de colores, era mazahua. Con ella empieza mi historia.

3. La Investigación

Cursaba la carrera en Letras Latinoamericanas y llegó el momento de realizar mi servicio social, así que diseñé un proyecto de rescate de Tradición oral mazahua, extendí la investigación hasta transformarla en el trabajo con el que me titulé. Recorrí varios municipios y comunidades. A la par, fui platicando con mi tía Etel, quien me fue delineando gran parte de las piezas del rompecabezas llamado Jesusa. Las otras piezas, me las dio la mamá de mi amiga, Consuelo Castillo Munguía. Sí, Munguía, como mi bisabuela, Inés Munguía González. 

Jesusa González trabajaba en la Hacienda de San Diego Suchitepec, la hacienda más importante de la región de Villa Victoria. Cuáles eran sus deberes, nadie lo sabe. Lo único seguro es que quedó embarazada del hijo del capataz, quien reconoció a su hija, Inés Munguía González, mas nunca formó una familia con Jesusa. Años más tarde, este joven tuvo su familia “legítima”, de la cual es parte mi amiga. Curiosidades de la vida.

4. Carla Valdespino Vargas 

No, si me miro al espejo mis rasgos no son mazahuas; mi nombre no es mazahua; mis apellidos no son mazahuas (incluso, perdí el apellido de mis abuelas); mi lengua no es mazahua; mi cultura no es mazahua, pero la historia donde comienza mi línea de mujeres sí es mazahua. Jesusa es mi raíz, su rostro se ha perdido, que mis palabras sean el vehículo para honrar su nombre y su esencia, que sean los huesos que junté para darle luz y permitirle correr con libertad. 

Espacio de reflexión decolonial sobre el mundo mesoamericano y las naciones indígenas del siglo XXI

ipalnemohuani77@gmail.com

ig: @oquetzacamino  

FB: Oquetza. Camino a la raíz

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