26/Apr/2024
Portal, Diario del Estado de México

Poemas de Maria do Rosário Pedreira

Fecha de publicación:

retina

Yo, que nunca pensé dejar de ser

hija, hago ahora de madre de mi madre

los domingos: soy su muleta en los

largos corredores de la casa antigua y

le acerco mantas a las rodillas porque

los viejos tiemblan en la vida con el frío

de la muerte. Para huir de las cosas que la

entristecen, le pregunto por gente

del pasado, pues sé que lo que sucedió 

ayer está ya demasiado lejos de su

memoria—y, en los días buenos, la respuesta

dura la tarde entera. Al principio,

mi madre censuraba la forma como yo

iba vestida, pero ya hace mucho tiempo que no

dice nada. Pensé que hubiera finalmente

acertado con su gusto o que ella, 

derrotada, hubiera desistido de cambiarme.

Sólo después percibí que ya no me ve.

ojos

Apaga la luz —es justo

que tengas en tus 

brazos a la muchacha

que fui antes de ti.

***

Madre, yo quiero irme —la vida no es nada

de eso que dijiste cuando mis senos comenzaron

a crecer. El amor fue tan parco, la soledad tan grande, 

marchitaron tan deprisa las rosas que me dieron —

si es que me dieron flores, ya no tengo la certeza, pero tú

debes acordarte porque dijiste que eso iba a suceder.

Madre, yo quiero irme —mis sueños están 

llenos de piedras y de tierra; y, cuando cierro los ojos,

sólo veo unos ojos fijos en mi rostro y nada más

que la oscuridad por encima. Aún por encima, maté todos

los sueños que tuviste para mí —tengo la casa vacía,

me acosté con más hombres que aquellos que amé

y lo que amé de verdad nunca concordó conmigo.

Madre, yo quiero irme —ninguna sonrisa abre

camino en mi rostro y los besos se agrian en mi boca.

Tú sabes que no me gusta dejarte sola, pero por esta vez

no me llames por mi nombre, no me pidas que me quede —

las lágrimas me impiden caminar y yo tengo que irme

aunque, tú sabes, la tinta con la que escribo es la sangre

de una herida que se fue quedando en mi pecho como

una cama se amolda a un cuerpo que va viendo crecer.

Madre, yo me voy —esperé la vida entera por quien

nunca me amó y perdí todo, hasta el miedo de morir. A esta

hora las calles están desiertas y las ventanas invitan al viaje.

Para estar, me bastaba una voz que me llamara, pero

esta voz, tú sabes, no es la tuya —la última canción sobre

mi cuerpo ya fue hace mucho tiempo y desde entonces los días

fueron siempre tan largos, y el amor tan parco, y la soledad

tan grande, y las rosas que dijiste que un día llegarían

vendrán ya mañana, pero esta vez, tú sabes, no las veré marchitar.

***

Mi amor no cabe en un poema —hay cosas así, 

que no se rinden a la geometría de este mundo;

son como cuerpos perdidos de su arquitectura

o cuartos que los gestos no llenan.

Mi amor es mayor que las palabras; y por eso es inútil

la agitación de los dedos en la intimidad del texto—

la página no ilustra el celo del faro que arropa las bahías

ni el candor de la mano que protege la llama que estremece.

Mi amor no se deja decir —es un hormiguero

que acude a los labios como la urgencia de un beso

o la materia efervescente de los secretos; la combustión

laboriosa que evoca, a la flor de piel, vestigios

de una explosión ejemplar: el cráter que un cuerpo,

al levantarse, deja para siempre en la cercanía de otro cuerpo.

Mi amor anda por dentro del silencio formulando locuras

con la desnudez de tu nombre —es un fantasma que se contorsiona

en el dédalo de las venas y sangra cuando lo encierran en metáforas.

Un verso que lo vistiera definiría bajo la ropa

como el esqueleto de una palabra muerta. Ningún poema

podía ser el suelo de su casa.

***

Padre, me dicen que aún te llamo, a veces, durante

el sueño —la ausencia no te apaga como la bruma

acalma, al atardecer, el borde de las esquinas. Hay 

en mis sueños un territorio suspendido de todo el dolor,

un país de verano adonde no llegan los bandazos de la

muerte y todas las conchas de la playa llevan perlas. Ahí

nos encontramos, para decirnos uno a otro aquello

que finalmente pensamos tener la vida entera para decir; ahí te

llamo, cuando la luz me ciega en el filo del mar, con 

labios que se mueven como serpientes, aunque sin ningún

ruido que envenene las palabras: padre, padre. Me cuentan

después que es de este lado de la noche que me escuchan gritar

y que por ello me liberan bruscamente del cautiverio

oscuro de este sueño. No saben

que la pesadilla es la vida en que ya no puedo decir tu

nombre —porque la memoria es una hoguera dentro

de las manos y tú donde estás tampoco me respondes.

***

Me alegra

que no morí todas las veces que

quise morir —que no salté del puente,

ni llené las muñecas de sangre, ni

me acosté en los rieles, allá lejos. Me alegra

que no até la cuerda a la viga del techo, ni 

compré en la farmacia, con receta falsa,

una dosis de sueño eterno. Me alegra

que tuve miedo: de los cuchillos, de las alturas, pero

sobre todo de no morir completamente

y quedar por ahí —aún más perdida que

antes—a mirar sin ver. Me alegra

que el techo fue siempre demasiado alto y

yo ridículamente pequeña para la muerte.

Si hubiera muerto alguna de esas veces,

no escucharía ahora tu voz llamándome,

mientras escribo este poema, que puede

no parecer —pero es— un poema de amor

***

Levántate y maldice el tiempo—

la mañana tan rápida y casi nada

para quedarnos juntos hasta la oscuridad.

Tantas mañanas terriblemente lentas

antes de ti, tantas tardes de retratos

exhaustos sobre las mesas, noches que

nunca abrían grietas para el sueño; y de

repente los días huyeron como agua

desde adentro de una mano, la mañana tan

rápida. No te conformes: maldice 

el tiempo. Si hace falta, grita con Dios—

a mí me escuchó mientras te esperaba.

***

Dime tu nombre —ahora, que perdí

casi todo, un nombre puede ser el principio

de alguna cosa. Escríbelo en mi mano

con tus dedos —como las polvaredas se

escriben, inquietas, en los caminos y los

lobos manchan la sábana de la nieve con las

señales de su hambre. Sopla en mi oído,

como llevas las palabras de un libro para

adentro de otro —así conquista el viento

el tímpano de las grutas y entra el vaho del verano

en la casa fría. Y, antes de partir, pósalo

en mis labios lentamente; es un poema

azucarado que se derrite en la boca y arde

como la primera menta de la infancia.

Nadie olvida un cuerpo que tuvo

en los brazos un segundo —un nombre sí.

***

Sus vestidos negros encerrados

en el armario lanzan una sombra

funesta sobre mis días. Su voz

eterna en la cinta del teléfono es otra

espina clavada en mi silencio.

Le robé, sin saber, todas las

palabras que te dijo —porque,

en un beso mío, son todavía sus

labios los que buscas, es de ella el cuerpo

que abrazas cuando me abrazas.

Si me duermo a tu lado otra vez

esta noche, sé que sus ojos

han de posar helados en mis

párpados, robándome la secreta

ilusión de ese reposo. Y mañana,

si por acaso sales antes que yo,

esos ojos van a perseguirme por los

corredores, como echándome

para siempre de esta casa. El tiempo

es implacable con quien aguarda

en secreto el olvido de

una muerte. Déjame, por eso,

aguardarlo contigo; y, mientras tanto,

basta que me mientas, sí, miente,

pero nunca me digas su nombre.

Dejé de escucharte

Dejé de escucharte. Y sé que soy

más triste con tu silencio.

Preferiría pensar que sólo adormeciste; pero

si acerco tu pulso a mi oído,

no escucharé sino mi dolor.

Dios te necesitó, lo sé bien. Y

no veo cómo censurarlo

o perdonarle.

Traducción de Sergio Ernesto Ríos

Tags: en Letras, Portada
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