26/Apr/2024
Portal, Diario del Estado de México

El impostor

Fecha de publicación:

Camilo Ponce sale a la calle con el sosiego que le da creer que todo está bajo control. Era el caso de esa noche. Se encontraría con su novia Amanda en algún café para más tarde terminar haciendo el amor con el éxito habitual. Camilo estaba seguro de haber encontrado a alguien que sus nuevos amigos y, sobre todo, su madre aprobarían. Una certeza que igual no evita que su andar sea rígido y nervioso mientras llega a la esquina y no consigue ver el volcán nevado.

En Paseo Colón escucha el rodar de una patineta; la proximidad del sonido lo hace sentir intranquilo. Clava la mirada sobre el conductor, pero encuentra el rostro conocido de Tostado, con muchos más tatuajes que la última vez que lo vio. Camilo trata de esquivarlo, pero es reconocido con todo y su pinta de abogado. 

—¿Qué transa, Ponce?, ya nunca te dejas ver, culero.

—¡Qué pedo, Tostado!, si no te veo desde que te encerraron en ese dizque anexo, güey —responde lo más natural que puede. 

—Eso ya tiene rato, carnal, ya ando limpio. Ya sabes, pura motita, güey. 

A las palabras le siguen las manos, que con vida propia sacan un gallito del pantalón. El mal disimulado nerviosismo de Camilo se vuelve más evidente, no ha consumido nada desde que está con Amanda y ahora los brillosos ojos de su anacrónico amigo se abren ante él, como la ventana a un mundo que sólo concebía posible en el pasado: allá, donde también habita Julieta, su pareja en otra época.

La mano tatuada humeándole de cerca le hace levantar la mirada, que se encandila con la opacidad del día y entonces fuma más por inercia que por nostalgia. Siente que su boca se reseca hasta extremos no alcanzados hace tiempo, mientras se pierde en fantasías de un remoto ayer. Su mente, ahora sin dueño, le revela con una milimétrica exactitud los tejidos de esa piel pálida, que ya no ve, y probablemente nunca más verá. Es tan distante ese punto de la vida de Ponce que ha dudado de su verosimilitud. 

Camilo nunca habría revelado la naturaleza de sus encuentros con Julieta, donde cada vez se entregaba con mayor sumisión a las ansias de ella. Le habían enseñado desde niño cómo debía ser: violento siempre que fuese necesario y con dominio absoluto sobre la mujer dentro y fuera del sexo. Sin embargo, la fascinación le llegaba al someterse a Julieta, al permitirle a esa mirada impenetrable y severa montarse sobre él e imponer su querer como un versado jinete, que por más animal que tenga debajo, lo adiestra a su antojo. 

Ponce vuelve en sí y se descubre solo. Aturdido, se pregunta cómo no reparó en el momento en que Tostado se marchó o si nunca estuvo ahí. Pero la segunda opción le parece imposible. Puede sentir la droga volviendo maniaca la producción de imágenes dentro de su cabeza. Turbado, se deja caer en la primera banca a su alcance. 

Una vez sentado vuelve a ser poseso. El coito bajo control de Julieta pronto se hizo insuficiente y el cambio de rol, que después sería total, inició la noche en que Camilo accedió a que Julieta jugueteara con su ano, introduciéndole apenas medio dedo. Inútilmente trató de disimularlo, pero ambos sabían cuánto le había excitado. Asumir su rol se hizo para Ponce una obsesión, una manía que por momentos siente volver a él, deseando que ese pasado fuera su presente. 

Noches enteras pensó si sería un desviado, alguien a quien sin duda su católica madre rechazaría. Sus miedos lo obligaban a ser otro, a reprimir el anhelo de experimentar aquel goce pleno. La invisible influencia de la gente había sido siempre poderosa, pero esa mezcla de miedo y deseo era lo que hacía más hondo su deleite. Placer que se desparramó al infinito la sucesión de veces en que Julieta lo penetró con furor sin más armas que sus dedos. “Eso era la plenitud”, ahora recordaba Ponce. 

La remembranza lo hace sentir un extraño, un completo desconocido de Amanda y de todo lo que ella representa en su vida. Como si un maniaco forastero se hubiera hecho pasar por él todo este tiempo.

Ponce se levanta con la palpitación agitada, apenas controlando el vértigo de la revelación. Son pocos metros los que lo separan del café, donde de un momento a otro estará llegando ella. Si se apresura, podrá dar fin a la farsa antes de que el maniático, “el otro”, se vuelva a apoderar de él. Parece ficción. Como si pasado y presente hubieran cambiado de posición. Al poco, la mujer se dibuja en la banqueta y Ponce palidece sintiéndose poseído. 

Mario Pineda Chávez (Ciudad de México, 2000). Ha colaborado en la revista Ideario. Es integrante del taller de narrativa de Grafógrafxs.

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