A veces los estudiantes se detienen a contemplar la cabeza del gigante que se ahoga en los jardines. Lo observan con curiosidad, porque no es bello, pero es un gigante que se ahoga y eso es hermoso. La primera vez que soñé con gigantes tendría ocho años y no recuerdo qué pasó, pero puedo decir que soñé con gigantes, porque era lo único que importaba. La última vez que soñé con gigantes vino el mar y luego un jardín. Pero nunca soñé con la cabeza de un gigante (porque la palabra línea no decapita, pero las palabras línea punteada sí). Aunque sí he soñado con cabezas (y me limitaré a decir violencia, porque la palabra violencia oculta a muchas otras, aunque no tantas como la palabra Dios).
Ante la cabeza de un gigante, ante una línea punteada, ante la desesperación o la desesperanza contenida en su quietud, los estudiantes callan (porque el temor es más grande que el gigante mismo). Y, sin embargo, cuántas cosas no habrá escuchado aquella escultura. Las abolladuras del metal y las marcas de soldadura, que parecen escribir con tiempo el tiempo de su rostro cansado, mientras se resiste al viento y al sol, a los años en que ha sido condenado a mantenerse a flote en la imaginación y luchar contra mares furiosos.
A mí me gusta contemplar sus ojos cansados. Preguntarme qué sueña una cabeza de un gigante que se ahoga en un jardín.
Ya cayó la tarde. Nada tengo que reclamarle a Helios, salvo que ya no cuide ciudades y ahora se concentre, solamente, en no existir. Hace tiempo los gigantes dejaron de importar y las siete maravillas del mundo antiguo son apenas una sombra, un recuerdo, una forma de la fantasía, una escultura que a nadie le importa.
