José Anjos
II
Quedarías sorprendido si llegases a saber que hoy vivimos tiempos de honestidad ―interior, claro―. Jamás conseguiría ser enteramente honesto con los otros. No soy dado al trabajo en equipo en despachos, y mucho menos soy uno de esos nudistas sentimentales que pululan en las playas de la literatura de verano y de su verso excesivamente claro. Tal vez sea por eso que te escribo. La realidad exterior, la que los otros habitan ―y me habitan, a decir verdad― es como agua hasta mi cuello hermético: no entra, pero no me deja mover bien. No os censuro, sin embargo, ahora ya no.
Dicen que la única censura del hombre es el tiempo y que de él nace su verdadera perversidad y castigo: la juventud, la nuestra y la de los otros y, al mismo tiempo, donde ella no está ―un oxímoron del cuerpo en sí mismo o la sincronía de un siglo hecho de carne, casi entero, que inevitablemente acabará en breve (mas no sin que antes sus placeres debidos hayan sido liquidados y cumplidos con todo el agasajo)―.
Quiero que sepas que la culpa fue siempre mía. No abrigué falsas esperanzas, únicamente dudas y el fracaso de algunas certezas que acabaron por convertirse en terroristas blancos infiltrados en mis cabellos ralos debido a la edad, al exceso de tiempo (“vulgo” tedio) y a la falta de él, a las preocupaciones y otras tantas presiones: el contrato de la empresa, su cumplimiento, el incumplimiento impugnado, la cesta llena de dudas para aprobar, el aroma fétido del vino de ayer empapado en las ropas pidiendo perdón al cuerpo y a la cama inexorable; además, palpitando por el perdón de alguien que le importe.
Por ese perdón, por el tenebroso miedo de la desesperación de la soledad y de la culpa, me arriesgué a caer por la vereda irreversible de los mecanismos de las relaciones que morían al nacer, víctimas de la proyección ―esa peligrosa arma de muda de afectos putativos―. Me arriesgué y erré ejemplarmente.
Y de fracaso en fracaso, como un funcionario, fui conquistando sin querer (mas con mérito) las ganas de desistir ―si es que pueden llamarse ganas al cansancio y sordera del alma―. Paz a sí mismo (dijo el cuerpo).
Traducción de Sergio Ernesto Ríos