20/Apr/2024
Portal, Diario del Estado de México

Chinfo

Fecha de publicación:

Delfina Careaga  

AL PÚBLICO EN GENERAL: 

Y encantada, vuelvo a estar con ustedes, querido y gentil público de Portal-Diario. 

Y así, les iré escribiendo sobre un recuerdo de esta persona de 84 años en que yo me he transformado ahora. Tengo gran ilusión de que estas memorias de mi pasado les guste, por lo que les ruego me lo hagan saber poniendo su nombre debajo de mi texto, o algún comentario que les haya suscitado mi escrito. Esto será para mí un gozoso acercamiento a ustedes, mis lectores. 

Y, agradecida, empiezo ahora con otra remembranza…   

Entre los recuerdos, a veces aparece un personaje, una mujer de sesenta años (a esa edad la conocí), poblana, amiga desde siempre de mi familia Careaga. Vivía sola. Yo nunca supe que tuviera algún pariente, por lo que a mis abuelos, a mis tías y tíos les decía “primos”. Se llamó Rosaura, pero le decían “Chinfo” y era asidua a la casa de mi tía Lolita, hermana de mi abuelo. Todas las tardes, lloviera, granizara, o resplandeciera el sol, Chinfo estaba sentada en un banco en la cocina platicando con mi tía abuela, Lola, la hermana mayor de Ernesto, mi papábuelito. Esta tía-abuela fue otro personaje para mí.  Me acuerdo de una fotografía suya que le dio a su hermano con esta dedicatoria: “Ernesto: es necesario que conserves este retrato, Dolores”. Y también era la que de niña salía a un balcón de su casa a esperar las once de la noche para dar un grito que se oyera en toda Puebla, porque había escuchado decir que en los días 15 de septiembre se esperaba oír “el grito de Dolores”. 

Bueno, Chinfo era el comodín de la familia. Si había enfermo en casa, ahí estaba la amiga que sabía curar con yerbas. Si a un niño se le dificultaba la tarea y estaba preocupado, Chinfo le hacía un bonito dibujo en su libreta y con eso ahuyentaba la aflicción de la criatura. Si se descomponía la plancha, el horno eléctrico, o cualquier otro aparato casero, ella se las ingeniaba y acababa arreglando el desperfecto. No sé qué hubieran hecho sin esa prima postiza. 

Y hubo un día en que en una ranchería cercana la contrataron como maestra de la única escuela que había. Ella aceptó con gusto. “Pero si no sabes ni leer ni escribir, ¿cómo vas a enseñar, Chinfo?”, le preguntaron todos. Ella sonrió y les aseguró que sabía otras cosas útiles para aplicarlas en su clase. Y muy contenta tomó el autobús para arribar en lo que sería su nuevo hogar. 

Tenía 14 alumnos —nos comentaba—, y desde el primer día los hizo contar del uno al 100. Y así pasó parte del año escolar. En una ocasión un niño, aburrido de su clase le dijo que hasta dormidos ya sabían contar hasta el cien. Entonces Chinfo, admitió el reclamo y los puso a contar del 100 para abajo llegando al uno; y así transcurrieron las lecciones hasta el fin del año, cuando la escuela celebró en una fiesta el principio de las vacaciones. Ahí sentada ante una gran mesa donde estaban los “principales”, a pedido de estas importantes personas, Chinfo se levantó a decir una “conferencia magisterial”. ¿Qué es lo que dijo? Ni ella misma nos pudo contar tanta barbaridad que se le ocurrió en el momento. De lo que sí se acordó es que al término de la plática, ella hablaba sobre fantasmas. Pues así y todo, los comensales la ovacionaron de pie. 

Chinfo nos contaba que hubo música y baile, y que el mero señor presidente del pueblito la invitó a bailar.  Siempre sonriente,  Rosaura aceptó y se puso a bailar con él una pieza tocada por la banda local. Y bailaron y bailaron y seguían bailando. “¿Cómo se llama esta pieza, señor presidente?”. Y él, orgulloso y moviéndose más coquetamente le contestó: “Se llama la colebra”. Pero “la colebra” no se acababa nunca y Chinfo ya no estaba para esos trotes. “¿Y ésta otra cómo se llama?”, volvió a inquirir casi sin aliento. “Pos ésta es el mesmo animal”, le respondió su compañero de baile. 

Sus aventuras nos hacían carcajear, como cuando estuvo en un velorio y le daban café “con piquete” que a ella no le gustaba, por lo que, por un hoyo que tenía el ataúd, derramaba todas las tazas de café que le servían. Cuando alzaron el féretro, se regó todo el líquido y la gente, supersticiosa, corrió a sus casas aterrorizada dejando al muerto completamente abandonado. Bueno, el caso es que ella ya no quiso continuar de maestra y se regresó a su humilde vivienda en Puebla. 

Era una buena persona… Tan fácil y absoluto como eso. 

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