—¿Qué quieres de mí? — ella preguntó.
—Quiero absolutamente todo — respondió él.
No muy segura, desabotonó el vestido para dejarlo caer; hizo lo mismo con el brasier, dejando al descubierto sus senos pequeños. Las pantaletas resbalaron por los muslos.
Él la miró fríamente, sin expresión. Ella clavó sus ojos pardos en aquel rostro tan dolorosamente hermoso; recorrió su cuerpo con estudiada precisión, lentamente, deteniéndose, jugueteando con los dedos para que él pudiera mirarla. El frío de su rostro y el de la tarde le erizaron la piel. Con delicadeza, separó su cabello exactamente a la mitad, dejando ver la delgada línea blanca en medio del cráneo. Luego, con un movimiento que parecía imposible para sus manos, jaló con tal fuerza la piel que la hizo desprenderse de los músculos. Poco a poco se deshizo de ella, como una oruga abandona la crisálida.
El olor acre de la sangre se esparcía a la misma velocidad que la noche. Él continuaba impávido.
Ella, con sus uñas a manera de navajas, rasgó girones de músculos. Órganos y tejidos se acumulaban en sanguinolenta ofrenda que acomodó ordenadamente sobre la cama.
Antes de quedar inconsciente, sacó su corazón y lo partió en dos. Entre válvulas y ventrículos reposaba un diminuto colibrí luminoso que, al sentir el contacto con el aire nocturno, desplegó sus alas para huir: mas él, con un veloz movimiento felino, lo atrapó.
Sonrió antes de devorarlo.