Daniel Cortez
El calendario peregrina por las estaciones, como un ferrocarril en cada parada va tomando instantes, lluvia, viento, calor y frío. Se toma de los días, para andar en un par de pies que disfrutan de la distancia que alcanzan a cada paso, se alimenta de las tardes consumiendo suspiros, nostalgia, sentimientos, y se abraza a las noches para sentir, para poder vivir y al despertar recordar el movimiento.
Las madrugadas vuelven inalcanzables las remembranzas cubiertas por la arena, aquellas que no lograron llenar el espíritu, ni aceleraron el ritmo cardiaco; a veces no resguardamos lo necesario de las personas que dejan una marca en el cuaderno. No sé si me explico, si encierro en este cumulo de ideas la intención de fragmentar este episodio, sin olvidar que, para calcular el tiempo no se necesitan relojes, calendarios, ni la farsa mediática de guardar un aniversario contando los años en una vela.
Volteo al pasado, hago el recuento de las veces que mi cuerpo se colmó de rojo, las veces en que las cicatrices fueron parte del juego de la vida, donde he reído, llorado y añorado. Cuento los latidos que se generaron en los instantes, las noches de luna donde por primera vez se erizó la piel desgarrando el alma con un beso y con un abrazo proteger de la noche, a la princesa del cuento de hadas que llego al rescate.
Los segundos son imágenes, cartas de amor que te dedicaron unos ojos, unos labios, una historia. Es entonces donde los minutos toman relevancia, por fin se encuentra una idea libre marcando el paso, haciendo un álbum de las cosas que importaron, que se escribieron y persisten en el presente. He olvidado tantas historias hechas poesía, que hoy para medir el tiempo sólo resguardo las que nacieron con el movimiento, las que regalaron momentos y que en una noche de desvelo, la intensidad del corazón las llamó emoción.
