24/Apr/2024
Portal, Diario del Estado de México

ROSTROS ITINERANTES de Delfina Careaga. Capítulo X

Fecha de publicación:

 “ROSTROS ITINERANTES” 

NOVELA ACREEDORA A LA BECA FOCAEM 2012 

(Inspirada en la vida y obra del pintor Felipe Santiago Gutiérrez) 

DE DELFINA CAREAGA

CAPÍTULO X

Dos días después regresó la familia de Julio. Él venía más engreído que nunca intercalando en su conversación palabras en inglés. Como siempre, lo primero que hizo fue buscar a Andrés en su vivienda. Lo encontró pálido, apático y casi sin dinero para mantenerse; sin embargo, su producción no había menguado.

         Conversaron toda la tarde. Andrés deseó contarle su frustrada experiencia amorosa, pero no se atrevió. Por su lado, Julio no dejó de hablar del colegio donde había estado ese año, de las novias que había abandonado en tanto ellas seguían suspirando por él, y de una especie de catálogo de precios sobre las prendas varoniles de moda. Andrés lo escuchaba con una triste sonrisa. La verdad, seguía sin encontrar ningún interés en su plática, con la diferencia de que ahora hasta le molestaba un poco. De pronto, Julio le pidió ver sus últimas pinturas. Andrés se excusó. En su vivienda sólo tenía tres o cuatro.

—Muéstramelas —insistió Julio.

Vio las telas con verdadero interés. Finalmente dijo ante una pintura:

Felipe Santiago Gutiérrez El juramento de Bruto, 1857

—Este cuadro es simplemente wonderfull… Yo te lo compro, amigo.       

Andrés se quedó pasmado. Era la primera vez que encontraba un comprador.

—¿De veras? —alcanzó a musitar.

 —Por supuesto. Y no te aflijas que no utilizaré a nuestra amistad para pagarte una bicoca. Te daré lo que vale ahora una magnífica obra en cualquier parte del mundo, pero… con una condición.

—¿Cuál? —inquirió Andrés todavía sin reponerse de la sorpresa.

         —Que me acompañes a mi casa. —indicó tomando el cuadro— Ahí te daré el dinero por esta maravilla. A mis padres les proporcionarás un gusto enorme volver a verte. El sábado ofrecerán una fiesta y nuestro coche pasará por ti a las ocho de la noche. ¿De acuerdo?…  Entonces ¡farewell! —dijo de pronto volviéndole la espalda para salir sin más explicaciones.

         Andrés cerró la puerta con la primera sonrisa que aparecía en sus labios después de meses enteros. Sí, Julio era un amigo.

Pixabay/ Ana_J

Cuando se bajó del coche frente a la residencia de los Ladrón de Guevara, Andrés tomó conciencia realmente de lo que era la opulencia. Hasta ese instante se dio cuenta de que se trataba de un verdadero palacio.  ¿Y el país hambriento?… ¿Y las continuas revueltas?… ¿Cómo era posible que hubiera gente que parecía pertenecer impunemente a otra nación, a otro universo?… Le preocupaba el futuro de su país. Y recordó cuando, siendo aún niño, una noche le aseguró a su hermano que él también lucharía por su patria, y que para eso sería pintor; palabras que no salieron de su boca conscientemente. Hasta ese instante, después de tantos años, encontraba de repente la coherencia en tal idea: pintar, pintar y con el arte de un hijo del pueblo darle a su nación tan recién liberada, el internacional prestigio y honor que merecía. Fue sólo un segundo. El chofer le indicaba con una mano que debía entrar en la casa de su amigo Julio.

         La fiesta ya estaba en su apogeo. Lo mejor de la sociedad, los últimos aristócratas europeos, añadían con sus joyas la brillantez de las incontables luces de las arañas.

Bridgeman

         Los padres de Julio lo abrazaron. El cuadro recién adquirido por Julio los subyugó. Ellos presentaron a Andrés a algunos embajadores y a otros personajes. Las jóvenes lo veían con cierto recelo, quizás por el color moreno de su piel. Empezó el baile. Julio lo condujo hacia una muchacha muy jovencita y hermosa a quien le presentó.

Archivo Histórico del Instituto Nacional de Salud Pública

         Andrés se ruborizó y extendió la mano para besar la de la chica.

         —A sus pies, señorita.

         —Encantada, señor —respondió ella con una leve reverencia.

         Esa noche bailaron varias danzas y algunos valses. Durante todo ese tiempo Andrés se preguntó qué estaría pensando y sintiendo esa muchachita cuyo rostro sabía ocultar a la perfección sus emociones.

         Pidiendo excusas, Julio se acercó a la pareja entre aquellas que bailaban.

         —Discúlpenme ustedes por favor: Andrés, ya se va don Ignacio Sánchez Molina y desea despedirse de ti.

         Andrés condujo a la joven hasta su asiento y apresuradamente siguió a Julio hacia la puerta de entrada. Allí estaba aquel abogado que años atrás había conocido en este mismo lugar y que le había producido una gran simpatía.

         —¡Maestro Guzmán! Qué gusto de volver a verlo —dijo Sánchez Molina abriéndole los brazos.

         En ese abrazo, el alma atormentada de Andrés encontró algo muy parecido a la calidez fraterna.

         —El gusto es mío, señor don Ignacio. Lo que siento es que nos encontremos cuando ya está usted por marcharse —dijo Andrés con toda sinceridad.

         —Lamentablemente ahora tengo una cita importante, Andrés, pero por supuesto que debemos vernos con el suficiente tiempo para conversar. Además, tengo para usted una proposición de trabajo. Hoy me quedaré en México, entonces…¿qué le parece si mañana a las once de la mañana nos encontramos en el café “El Portal”?; conversamos y de ahí me devuelvo a Toluca.

         —Magnífico —sonrió Andrés con el corazón golpeándole el pecho—. Sin falta allí estaré puntualmente.

         —Pues entonces, adiós —dijo Sánchez Molina extendiéndole la mano.

         —Hasta mañana, don Ignacio —contestó Andrés estrechándosela con alegría.

“El Portal” quedaba a unas cuantas cuadras de la Academia. Era un restorán que sin llegar al lujo ostentaba muy buen gusto en su decoración y servicio. En una mesita redonda con la base de mármol de Carrara, Andrés e Ignacio fumaban ante una taza de exquisito café. Hablaron de pintura, de política…

 maspormas.com

—Las reformas que fueron promovidas apenas están dando sus frutos, y ante su todavía natural inconsistencia, surgen los pillos que nunca faltan para provocar disturbios donde no los hay.  Pero para ello no hay que olvidar que contamos ya con un país constitucional.

—Efectivamente, aunque tengamos que seguir esperando un poco más a que termine este lapso de acomodamientos —dijo Andrés.

Petronilo Monroy / Alegoría de la Constitución de 1857 (1869)

 

—Sí. Yo estoy seguro que pronto pasaremos al justo equilibrio. —Y añadió sonriendo el abogado—: Pero dejemos en paz los acontecimientos políticos, que ellos mismos se encargan de saturar nuestra existencia, y vayamos a lo práctico.  —Andrés vio en los ojos de Ignacio una fijeza como si quisiera penetrar su alma—: ¿No cree usted, Andrés, que ya se ha desperdiciado bastante a sí mismo?

         Sorprendido, el interrogado miró a su amigo, como inquiriéndole.

         —¿Yo?… ¿Desperdiciado?…

         —En sumo grado —respondió Sánchez Molina—. Hace mucho que la Academia no tiene nada más que enseñarle. Yo conozco su obra y no me explico por qué se empeña usted en seguir estudiando cuando desde hace años es ya un pintor profesional. Sé que cuenta con muy pocos recursos para vivir, tirando por la borda precisamente todo ese talento que nació con usted y que puede convertirse en oro. ¿Nunca se ha preguntado cuánto vale su pintura? ¡Un dineral!…

         —No es posible…. —musitó Andrés asombradísimo.

         —Y si le pregunto cuántos cuadros ha vendido, también sé la respuesta: ninguno —continuó Ignacio como si no lo hubiera escuchado.

         —Uno —dijo Andrés.

         —¿Uno?… ¿A quién?

         —A Julio.

         Sánchez Molina sonrió:

—A pesar de que me choca el carácter superficial de este muchacho, no puedo dejar de reconocer su gusto intachable. ¡Bien por el joven Ladrón de Guevara! Pero usted puede vender en corto tiempo toda su producción.

         —No es posible… —volvió a decir Andrés.

         —Yo se lo aseguro —dijo Ignacio con una gran sonrisa de satisfacción— porque personalmente me encargaré de presentarle a sus futuros compradores.

         —Entonces… la Academia…

         —Debe dejarla de inmediato, Andrés. Además, como usted sabe, vivo en Toluca, la capital del estado más grande de la República y soy el director de su Instituto Científico y Literario. Pues bien, yo le ofrezco ahí el puesto del primer maestro que ocupará la cátedra de dibujo y pintura… De verdad lo necesito en mi escuela…Ya hablaremos de su sueldo el cual, estoy seguro, le parecerá suficiente. ¿Qué me responde?

         Andrés no podía contestar. Era como si de pronto el mundo hubiera girado hasta su antípoda para convertirse en un universo vivible, bueno y seguro.

         —¡De mil amores, Ignacio!

         —Pues le doy una semana para que se traslade y encuentre alojamiento. El lunes siguiente será su presentación en el Instituto… Y a propósito, puedo adelantarle algo de su sueldo para estos gastos.

         —Gracias, pero no es necesario.: ¡recuerde que he vendido mi primer cuadro! —dijo Andrés radiante de felicidad.

         Días más tarde, haciendo sus maletas, Andrés volvió a pensar en Ausencia, pero esta vez libre ya de cadenas. Jamás se había sometido gustoso a la pasión que lo consumía. En el fondo confiaba en que de pronto, tal y como había nacido, muriera ese amor equivocado. Y ahora, ¡por fin!, terminaba el suplicio! Además de poder cumplir su palabra de marcharse de la Ciudad de México.

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         —¿Quién lo iba a pensar? Ella me lo vaticinó: encontraría mi camino gracias a un hombre bueno e importante… Es cierto: Ausencia es una bruja que nunca se equivoca…

         Y guardó en su corazón un sentimiento de afecto por aquella extraña mujer. Y sí, por más increíble que fuera, ahora tenía un plan de vida bien pensado.

Al día siguiente se despidió de sus maestros y de sus compañeros, de la vieja Academia que encerraba su existencia toda. A Gabriel le escribiría cuando ya estuviera en Toluca, para darle su dirección y los detalles de su nueva situación como maestro del Instituto Científico y Literario. Se imaginó la alegría de su hermano ante estas noticias.

—No sabes el gusto enorme que me da la nueva vida que vas a emprender —le dijo Enrique Javier Ramos.

         —No más que el que yo tengo de que pronto vayas a perfeccionar tu pintura  a Italia, Enrique —contestó sonriente Andrés—. Nos escribiremos ¿verdad?

         —¡Desde luego cuenta con ello! —Y sellaron el acuerdo con un fuerte y prolongado apretón de manos.

         Julio se empeñó en dar una fiesta en su casa para despedir a su amigo. Estaba orgulloso de él e invitó a una gran cantidad de personas que ignoraban quién era Andrés María Guzmán. De cualquier manera, Andrés le agradeció el gesto igual que a sus padres que siempre lo habían acogido con especial afecto.

         En lo que se refiere a Benito y Luis Gonzaga, sus vecinos, el adiós más bien tuvo un giro sentimental.

         —Se me hace que ya no vas a acordarte de nosotros —dijo Luis con un acento de reproche.

         —Pues “se te hace” mal —le respondió Andrés—. ¿Cómo piensas que olvide tantos años junto a ustedes? Sería como contraer amnesia, olvidarme de mí mismo…

         —Bueno, sí, pero es que ahora vas a ser un señor muy famoso —concluyó Benito. 

         —Esa es sólo la novelita cursi que ustedes han escrito en sus cerebros. ¿Qué es ser “un señor muy famoso”, eh?… Yo siempre seré el mismo. Lo único que voy a tener es un trabajo seguro, prácticamente como el de ustedes ahora que ambos han sido contratados por una escuela. No hay diferencia. Además, Toluca en donde radicaré no está tan lejos de aquí.

         Andrés era, o al menos parecía, el mismo de siempre; ya no se advertía el dolor en la plenitud de su juventud porque sus heridas se habían vuelto dos hondas cicatrices: una, por la muerte del Amigo; otra, por la ausencia del amor.  

         Luis y Benito se quedaron callados y mohínos, evitando mirarlo de frente. Él prendió un cigarrillo y muy indiferente, dijo como pensando en voz alta:

         —Pues sí que es una decepción: mis mejores amigos ni siquiera me han invitado a celebrar mi partida. ¡Qué pena! Pero, ¿qué le vamos a hacer? así es la vida…

            Como si hubiera pronunciado palabras mágicas, los aludidos dieron un brinco de gusto.

         —¡Claro! ¿Cómo no se me había ocurrido?… ¡Nos vamos de juerga ahoritita mismo! —gritó Luis.

         —Pero conste que nunca más a una casa de citas. ¡Eso sí que es demasiado riesgoso para nuestra edad! —añadió Benito.

         Y los tres soltaron la carcajada.

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