26/Apr/2024
Portal, Diario del Estado de México

ROSTROS ITINERANTES de Delfina Careaga. Capítulo VIII

Fecha de publicación:

 “ROSTROS ITINERANTES” 

NOVELA ACREEDORA A LA BECA FOCAEM 2012 

(Inspirada en la vida y obra del pintor Felipe Santiago Gutiérrez) 

DE DELFINA CAREAGA

CAPÍTULO VIII

A los 23 años Andrés no era tan alto como su hermano quien, cambiando la dirección de su vida, ahora trabajaba en El Oro, un bello pueblo minero al oriente de la ciudad de México. Andrés seguía siendo el joven simpático, pero en el fondo se sentía inseguro ante la gente, a veces un tanto avergonzado por su procedencia humilde —lo que durante mucho tiempo no le preocupó en lo absoluto—, y casi siempre desesperado por una pobreza que parecía no tener remedio. Lo único que continuaba en su ánimo y en su alma con idéntica fuerza, era su pasión por la pintura.

Autorretrato Felipe Santiago Gutiérrez

Hacía tiempo que Andrés no veía a su amigo Julio que en ese momento estudiaba inglés en un colegio de Londres donde residía con sus padres. Los compañeros de clase todos eran buenos camaradas, pero no intimaban con él.

No obstante, ahora tenía dos amigos más: Benito Iturralde y Luis Gonzaga Mendieta; ambos residían en la vecindad y se ayudaban económicamente ocupando la misma vivienda. Benito, era hijo de un abogado viudo y fracasado; y Luis, nacido en la provincia, no tenía familiares en la ciudad. Los dos se mantenían dando clases particulares a domicilio, de gramática española, Benito; y Luis de matemáticas. Andrés María se sentía cómodo con su amistad, eran sencillos, pero sensibles y nada tontos, y los estimaba de veras.

Una noche de viernes Benito insistió:

—Ven conmigo, Andrés, ¿qué pierdes? Total, si no quieres estar con ninguna muchacha te entretienes bailando un rato. Yo te invito la entrada, de veras. Luis no puede venir porque ha ido a ver a sus padres al pueblo. Además, ¿qué te quedas haciendo aquí encerrado en este fin de semana?

—Es que de verdad no me dan ganas de alternar con nadie —respondió a Benito.

—Pues haces mal, tienes que salir y divertirte —y puso su mano en el hombro de Andrés—. Toda la semana se te va estudiando en la Academia. Donde yo voy que es “La casa de doña Ausencia” tiene muy buena atmósfera, ya te lo he dicho. Las muchachas son bonitas y jóvenes, alegres. Yo… ya sabes que no me da vergüenza confesar que me he encaprichado con una, con Nina. A mí ni me va ni me viene que se haya vuelto una güila. En el fondo es una buena muchacha y yo sé que me quiere y que conmigo no interviene para nada el poco dinero que le doy. Estaría a mi lado aun sin esos centavos, estoy seguro. Entre esas “propinas” a mi chica y lo que cuesta entrar en esa casa, se me va prácticamente todo lo que gano. Pero es mi único lujo y no me arrepiento de gastarlo ahí.

Andrés levantó las cejas casi con resignación.

—Bueno, pues, está bien. Vamos, pero yo pago mi entrada. —al fin dijo a Benito cogiendo su sombrero y su abrigo.

—¡Así se habla! —gritó su amigo entusiasmado.

La casa de citas a la que lo llevó Benito, estaba en un barrio llamado San Cosme. El coche de alquiler los dejó frente a un edificio de dos pisos que, sin ser una gran residencia, era una construcción decorosa y bonita. Una joven, con un vestido escotadísimo los hizo entrar a un gran salón. En esa pieza tan amplia de paredes de papel tapiz levemente azul con pequeñas flores moradas que en algunos tramos desaparecían por las manchas de humedad, existía algo verdaderamente especial. Los muebles eran antiguos aunque los años no les habían borrado su buena manufactura por haber sido elaborados con maderas finas. Los cuadros, los justo que permitían las dimensiones de los muros, consistían en discretos paisajes y pocos daguerrotipos de personas distinguidas; también había tres espejos de marcos dorados. En los esquineros lucían altas macetas blancas con espejitos incrustados sosteniendo frondosas palmas, que avivaban enormemente la estancia. Asimismo llamaban la atención las barrocas escupideras de latón. Y las dobles cortinas, de organdí blanco bajo las gruesas de tafeta celeste, daban al conjunto una amable seriedad acogedora, como si la casa fuera de un antiguo y bonachón catedrático universitario venido a menos. Es decir, se sentía en el aire una vieja elegancia, la pátina de cierta aristocracia olvidada. También había un piano café de un cuarto de cola, cerrado y cubierto por un mantón de Manila ya muy viejo. Andrés sintió un aire de calidez, de una familiaridad que casi lo escandalizó. Sentados en los sofás se hallaban las muchachas y varones de todas las edades. En una esquina del salón, aburridos, tres músicos tocaban valses en violín, en un piano vertical y en un violonchelo,

Cortesía Delfina Careaga

 

Benito se acercó sonriente jalando de la mano a una joven. Con voz alta, se dirigió a toda la concurrencia para presentar a su amigo.

—Señores: éste joven es nada menos que Andrés María Guzmán, nuestro más grande pintor del país entero.

Andrés, como siempre, enrojeció sin poder evitarlo. Algunos presentes, sonriendo se acercaron a darle la mano; otros, sin moverse, le aplaudieron como si fuera un conocido actor. En su interior, Andrés se prometió matar a Benito en la primera ocasión que se le presentara.

—Ella es Nina, Andrés. —Y luego a ella—: Y éste es Andrés, uno de los dos mejores amigos que me ha dado Dios.

Él estiró la mano y al estrechar la de ella se sorprendió de su fragilidad. Era una chica de 15 años, morena, de facciones finas y un cuerpecito esbelto y bien formado. Tenía unos hermosos y grandes ojos negros de largas y lacias pestañas. Al sonreír, Andrés descubrió unos dientes no muy blancos, no bien cuidados, pero su sonrisa era la de una niña que contrastaba dramáticamente con su oficio y con su entorno.

—Mucho gusto, señorita —dijo Andrés. Y por unos segundos no supieron qué más decir, hasta que Benito, de nuevo jaló de la mano a Nina y antes de desaparecer con ella, le gritó a su amigo.

—¡Diviértete! Luego nos vemos…

Andrés se quedó de pie mirando de reojo un lugar en la sala donde pudiera sentarse lo más inadvertidamente posible. De pronto, doña Ausencia, la dueña de la casa, estaba frente a él. Era una mujer de treinta y tantos años, aún fresca y sin ser hermosa, tenía facciones interesantes muy definidas que le daban un atractivo un tanto misterioso. Delgada, de piel extremadamente blanca, pelo castaño claro levantado en un complejísimo peinado y ojos azules, vestía con un gusto decoroso que armonizaba con lo sutil de su figura. Andrés pensó que nadie más podía ser el dueño de esa casa.

—Lo dejaron solo y no sabe qué hacer, ¿verdad? —dijo ella sonriente en tanto se refrescaba con un gran abanico negro con bordados en seda roja.

—¿Eh?… sí, es verdad —contestó Andrés también sonriendo.

—Pues aquí nadie se queda sin diversión. ¿Qué se le antojaría hacer?: ¿Conocer a mis chicas? ¿Quiere que se las presente una a una? ¿Comer algún bocadillo en el comedor? ¿O platicar un momento conmigo en la salita que se encuentra al lado?

Andrés tuvo el impulso de reírse. Parecía que Ausencia le presentaba el menú de la casa.

—No sé… Yo…

Ella esperó unos segundos. Después, lo tomó de la mano y así cruzaron el salón para entrar en un cuarto en donde había un solo tresillo de sillones de mimbre con cómodos cojines, una mesita central y una sencillez tan placentera que le pareció un oasis.

—Sentémonos. —Dijo ella uniendo la palabra a la acción. —Y ahora cuénteme por qué se hizo pintor. Benito dice que es muy famoso.

—Benito dice muchas tonterías —respondió Andrés ya más animoso—. Sigo estudiando en la Academia. Llevo ya toda la vida pintando y eso es todo. Y no soy famoso, nadie me conoce.

—Todavía —añadió ella—. Usted no lo sabe, pero tengo fama de bruja, de una bruja que jamás se equivoca. Y usted…, ¿puedo llamarlo Andrés?…

—Por favor —se apresuró a decir él.

—Pues usted, Andrés, tiene en la frente la estrella del éxito, se lo aseguro. Está destinado por los dioses a ser uno de los más importantes artistas de esta nación. Ya lo verá.

Él se sintió en confianza y se inclinó sonriente hacia ella.

—Pero ¿cuándo? —dijo—. Ya ve que la vida pasa volando.

—Tenga paciencia. Ya falta poco. —Y se quedó callada unos segundos para decir después con una gran seguridad—: Conocerá a una persona que será una especie de guía en su porvenir.

—¿Una mujer?

—Bueno… sí, quizás… pero en todo caso ella entrará en su vida sólo para ser amada por usted. No, yo a quien veo en su porvenir, es a un hombre, un hombre bueno y poderoso.

El corazón de Andrés curiosamente le saltaba en el pecho, al mismo tiempo que se lo reprochaba. ¿Cómo se permitía creer en las palabras ociosas de una meretriz que su único negocio consistía en entretenerlo? Y se rio más que de ella, de sí mismo.

—¿De veras?

—No lo culpo por no creerme. Pero… al tiempo. Ya lo verá. Y dígame, ¿qué le gusta más para pintar?: ¿la naturaleza, los objetos, las personas…?

Andrés se acomodó mejor en el sillón. Se sentía contento como hacía mucho tiempo no lo estaba.

—Pues nunca me lo había preguntado, pero ahora que lo pienso, me gusta pintar…—se quedó callado un segundo, luego estalló eufórico—: ¡Pues todo!,. la verdad es que disfruto no las cosas por ellas mismas, sino porque las puedo pintar. ¡Sí, eso es, justamente!

Lo dijo de tal manera entusiasmado que los dos soltaron la carcajada.

—Me parece —dijo ella—, que ese placer es lo que lo vuelve un pintor de cuerpo entero.

Sin dejar de sonreír, Andrés se la quedó viendo con atención: era una mujer sensible, inteligente; su porte, paradójicamente distinguido, y ésos sus ojos azules, su piel tan blanca… todo lo volcó en un sentimiento fuerte y a la vez dulce.

—Por ejemplo —añadió él—, en este momento lo que más me gustaría pintar por sobre cualquier cosa en el mundo, es el bello rostro de usted, señora.

Ella no contestó inmediatamente. Sus ojos le lanzaron una chispa de ternura. Después sonrió al decir:

—Está bien. Es un honor ser retratada por su pincel, y, sin embargo, le pongo una condición.

—La que usted me pida —respondió Andrés.

—Que no vuelva a decirme “señora”. ¿O no le gusta mi nombre?

—Es extraño y me encanta, a pesar de ser tan triste.

—¿Por qué triste? —preguntó ella abriendo toda la luminosidad de sus ojos.

—Porque significa el dolor del inevitable adiós… ¿le parece poco?

 “La Guitarrista”  Felipe Santiago Gutiérrez
Tags: en Arte, Letras, Portada
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