24/Apr/2024
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ROSTROS ITINERANTES de Delfina Careaga. Capítulo V

Fecha de publicación:

 “ROSTROS ITINERANTES” 

NOVELA ACREEDORA A LA BECA FOCAEM 2012 

(Inspirada en la vida y obra del pintor Felipe Santiago Gutiérrez) 

DE DELFINA CAREAGA

CAPÍTULO V

La ciudad avasalló el alma de Andrés. Las diligencias tenían su sitio en el Puente de Roldán dentro del barrio de Los Patos, muy cerca de la calle donde se ubicaba la Academia y en pleno centro de la población. Allí se bajaron después de un viaje de todo un día; empezaba a anochecer. Caminando, Gabriel llevó a Andrés hasta el enorme zócalo frente a la bellísima catedral.

Casimiro Castro

El muchachito no hablaba, absorbiendo con la mirada los grandes espacios, las casi inconcebibles construcciones. Y una sorpresa indescriptible lo obligaba a entreabrir los labios en tanto percibía los edificios de dos pisos, los balcones de vidrios esmerilados, las ventanas protegidas con barrotes de fierro forjado, los enormes portones de las casas hechos de cedro primorosamente tallado, los suntuosos palacios; sus almacenes que ostentaban artículos de lujo, sedas, encajes, vinos, alhajas; los coches, los elegantes vestidos de las damas, sus sombreros y el solemne paso de los caballeros; todo lo pasmó, deslumbrándolo a tal grado, que el mal empedrado de las calles que apenas permitía rodar a los  carruajes y la basura e inmundicias desperdigadas o acumuladas en los rincones, eran cosas de ínfima importancia que no desmerecían en nada a la soberbia capital.

Después, se dirigieron a pie a la vecindad donde vivirían los dos desde ese momento, y Andrés María también empezó a fijarse en otros personajes: los vendedores ambulantes y sus diferentes pregones, las criadas con sus grandes canastas, los arrieros que pacientes arreaban a sus mulas, o a sus guajolotes, o a sus cerdos…;  algunos rancheros montados en sus cuacos, así como las vestiduras que él ya conocía: calzones y camisas de manta, sombreros de petate y de palma, y enaguas de vivos colores para las mujeres con sus oscuras trenzas y sus pies descalzos…

Felipe Santiago Gutierrez

—¿Te gusta México, Andrés? —preguntó su hermano.

El chico sólo asintió en silencio con los ojos colmados de luz.

La vecindad, en la calle de La Soledad, era un edificio enorme, de amplísimo patio y una soberbia escalera central que se dividía a izquierda y derecha en un primer nivel. El suelo de baldosas de piedra brillaba lustroso. En la parte trasera se hallaban los lavaderos y la ropa tendida al viento le pareció a Andrés las banderas de países extraordinarios que ondeaban dándole la bienvenida.

—¡Vives en un palacio!… —musitó el niño. Su hermano sonrió enternecido.

La vivienda de Gabriel como otras más se encontraba en la planta alta. Un ancho corredor —resguardado con recios arcos— lleno de macetas, algunas jaulas de pájaros, era el paso para arribar a los cuartos de pequeñas puertas de madera de pino.

(Foto: INAH )

Gabriel abrió el candado que cerraba la suya y entraron a lo que dos sillones de bejuco y una mesita de centro simbolizaban el salón de la casa. El comedor era igualmente simple: lo componían una rústica mesa y cuatro toscas sillas. Había, además, un librero con cinco o seis libros que ocupaba la mitad de una pared, y en lo que restaba del muro una angosta mesa de trabajo con un cuadro del Sagrado Corazón. Al otro extremo, un bracerito de mampostería y un mueble rústico que contenía algunos platos, tazas y un cajón con cubiertos. Un solo cuadro adornaba la pieza: un daguerrotipo de doña Emilia y don Antonio, recién casados, dentro de un marco de madera oscura. En la otra pieza de iguales proporciones, Andrés vio dos camas, una en cada esquina junto a su buró; uno de ellos sostenía una palangana y en el suelo se veía una jarra con agua para el aseo; y sobre el otro, clavados en la pared, un crucifijo y un espejo; dos sillas, dos ventanas con visillos de blanca gasa, y un enorme ropero sin lunas. Finalmente, a mano derecha, se hallaba una puertita que conducía a la taza de madera de los primitivos escusados de aquel entonces. En uno de sus muros una tina de hojalata colgaba de una alcayata sobre el lavadero.   

—Pues tome posesión usía de vuestro palacio. –Dijo Gabriel haciendo una reverencia. Y luego, riendo—: Ah, y ¡ojalá duermas a gusto en la camita que acabo de comprarte!

Gabriel ayudó a su hermano a guardar sus pocas pertenencias en el ropero y Andrés colocó el retrato de doña Emilia sobre su buró, bajo el Cristo de marfil. Esa noche durmió profundamente soñando sin cesar mil cosas extravagantes; sueños que, en cuanto despertó y ante la perspectiva de su primer día en la ciudad, se evaporaron sin dejar rastro.

—En la fundición donde trabajo me han permitido faltar descontándome el salario de tres días. Por eso hay que definir ya lo que vamos a hacer. Primero, desde luego, ir a la Academia de pintura a ver al maestro Reyes y al director para entregar las cartas del profesor Andrade. Y luego, a buscar una escuela pública para que tú…

Andrés lo interrumpió, ansioso:

—Oye Gabriel, ya he cursado la primaria elemental con buenas calificaciones. Yo quisiera dedicarme por entero al estudio de la pintura y no asistir a otra escuela. Te prometo que seguiré leyendo, aprendiendo por medio de los libros que tú me des…. Te lo juro. Por favor hermano… al fin que ya sé lo suficiente, en fin, digo, lo necesario ¿sí?

Gabriel quedó pensativo. Luego, añadió:

—Bueno, lo primero es lo primero: vamos cuanto antes a la Academia; después… ya se verá.

Fue en 1794 con la llegada del español Rafael Ximeno y Planes como Director de la Real Academia de San Carlos, cuando tuvo sus orígenes en México la pintura académica de larga trayectoria. Después, en el transcurso de la lucha por la emancipación nacional, las condiciones para la Academia fueron desfavorables. La inestabilidad política y económica en que cayó resultó factor preponderante, y como consecuencia lógica para que el nivel de la cultura declinara de manera notable. El instituto entró en crisis, en decadencia económica y artística. En 1826 no pudo sostenerse más y tuvo que cerrar sus puertas. Poco después se reabrían y lentamente empezaba a resurgir su prestigio. Respecto a la pintura, sólo se contaba en ese momento con la presencia de un discípulo del gran pintor Martín Arriaga, precisamente Cástulo Reyes, de escasos vuelos en lo que se refiere al talento, quien, no obstante, con el tiempo también se había vuelto profesor de pintura.

(Retrato: Manuel Tolsá )

Andrés, cargando la vieja bolsa de manta que contenía sus trabajos, entró sin hablar con su hermano por primera vez en la Academia. Temblaba ligeramente. Una voz honda, bajo muchas capas de conciencia, le dijo sin palabras que pisaba el suelo de lo que conformaría su existencia; era como la proclama de un destino; o quizás, el rumor producido por el giro impredecible de un metafísico sino… Pero lo que el niño sí supo en lo profundo y sin duda alguna, era que esa fuerza que lo estremecía de tal manera, marcaba su pertenencia a ese lugar y a lo que significaba. 

Un conserje les indicó un salón que se encontraba a la derecha del precioso patio del edificio. Andrés y Gabriel entraron y prudentes se quedaron esperando en el marco de la puerta. Había siete muchachos pintando diferentes temas en sus caballetes. El maestro Reyes, de mediana edad, no muy alto y más bien regordete, pasaba entre ellos señalando aciertos y errores. De repente, al volver el rostro, advirtió a los hermanos Guzmán y se acercó a ellos. Gabriel le expuso el motivo de su presencia. Don Cástulo, de carácter alegre como buen veracruzano, quedó impresionado con los dibujos de Andrés, al igual que antes conmocionaron al profesor Andrade. Leyó la carta de su amigo y les advirtió con una sonrisa amigable:

—La situación de la Academia no es la mejor en estos momentos. Pero en los artículos tercero y cuarto de sus disposiciones, existe la posibilidad de alumnos pensionados o becados, los cuales son elegidos en consideración al talento que los sustente, y a fe mía que Andrés puede y merece alcanzarlos a pesar de los problemas administrativos por los que atravesamos. —Y viendo directamente a Gabriel, añadió—. Yo, si me lo permite usted, lo acompañaré a ver al señor Iturralde, director de este instituto, para que le entregue usted esa otra carta; y le presentemos los espléndidos dibujos de su hermanito, aprovechando la ocasión para abogar por él.

Y así sucedió, prometiendo Iturralde resolverles en unos días.

Esa noche Andrés escribía a su amigo: “¡Se me hace que sí voy a ser aceptado, Tiburcio!, fíjate qué curioso, pero ¡se me hace que sí voy a ser aceptado!”.

(Foto: Web)

Tanto el niño como su hermano habían sido creados en hogares religiosos. Doña Emilia insistía en que sus hijos fueran devotos católicos, e incluso sufrió una gran frustración cuando Gabriel se negó rotundamente a entrar en un seminario para seguir el camino sacerdotal. Después, ya en la capital, en casa de sus abuelos paternos, el joven dejó de ser presionado en este asunto porque su abuelo era un liberal de hueso colorado, un ateo a quien había prohibido que en su casa se hablara de cualquier cosa que siquiera rozara el tema religioso, por encima del eterno disgusto que esto provocaba a su mujer, quien, incapaz de desobedecer al hombre amado, había accedido incluso a vivir con él en un amasiato que le ocasionó la única tristeza de su vida.  Por ello a Gabriel se le fueron olvidando los ritos y las obligaciones católicas. Sin embargo, algo le había quedado —no en la mente, sino en la médula de sus huesos— y solía persignarse antes de salir de casa y al acostarse. Era lo único que practicaba, por lo que cuando Andrés fue a vivir con él, nunca le impuso ni le prohibió nada al respecto.

Foto: Cortesía (Delfina Careaga) 

         Por su parte, Andrés María tampoco había nacido con la necesidad de la fe. Es verdad que nunca protestó ante las exigencias de su madre, y sin que lo afectaran en lo mínimo cumplía con todos los preceptos religiosos. Cuando vivió con su hermano se fue desprendiendo casi sin sentirlo de todas aquellas devociones, aunque en su interior él sí creía en el amparo de un dios absolutamente personal, que nada tenía que ver con el que concebía la mayoría de la gente y al que en muy pocas ocasiones recurría para pedirle la resolución de un problema. Pero esa noche, después de escribirle a Tiburcio, cerró los ojos con fuerza y suplicó a su dios, con toda la voluntad de su ser, que no fuera rechazado en la Academia. Luego su cuerpo, por completo distendido, cayó mansamente en un sueño abismal.

En su semblante lucía una placidez de inocencia y una lágrima enredada entre sus pestañas.

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