El Premio Nobel de Física 2020, un homenaje a dos estrellas del conocimiento unidas por el caprichoso tiempo
Como cada año, el reducido salón de sesiones de la Academia Sueca de Ciencias aguardaba con impaciencia el anuncio que sublimaría a los nuevos galardonados al paraíso del conocimiento. Pero esta vez la presencia invisible de la calamidad que nos azota también llegó puntual. El recinto atestado de los años pasados, recibía ahora apenas a un puñado de afortunados periodistas, unos tantos camarógrafos más, de pie y reclinados en la pared repleta de retratos con gruesos marcos dorados y siluetas enlutadas; y dos jóvenes fotógrafos sentados en custodia de la pantalla de seguimiento que azulaba el ambiente. El tiempo parecía que se aletargaba con la espera del anuncio, parecía que se detenía, parecía que se terminaba. Y entonces llegó el momento estelar. De una forma sutil pero sublime al mismo tiempo, el Comité del Premio Nobel de Física ha honrado hoy la memoria de dos astros de la ciencia y del universo: Albert Einstein y Stephen Hawking; dupla unida por el caprichoso tiempo mediante sus fechas de nacimiento y deceso, respectivamente, ambos acontecidos el 14 de marzo de siglos distintos.
El máximo galardón de este pandémico 2020 fue conferido a Roger Penrose, Reinhard Genzel y Andrea Ghez, quien además se convierte así en la cuarta fémina en obtener este premio en física. Penrose, quien en uno de los tradicionales seminarios semanales del prestigiado Colegio Imperial de Londres cautivó al joven Stephen Hawking, lo obtuvo por haber demostrado que la formación de los agujeros negros es una consecuencia “inevitable” de la teoría de la relatividad general, obra magna de Einstein. Afirmación contundente que incentivó a Ghez y Genzel a lanzarse en la búsqueda de uno de estos objetos, quizá los más exóticos del Infinito, hasta que lo encontraron oculto tras la cascada de luz dispersada por la nube de polvo cósmico que envuelve al centro de nuestra galaxia.
Los agujeros negros, o estrellas oscuras, alrededor de cuya sorprendente naturaleza han orbitado estrellas, pero también innumerables mentes, son enormes concentraciones de masa en espacios ínfimos – una porción de una cucharada podría pesar unos cien mil millones de kilogramos –, que por ello distorsionan la gravedad a sus alrededores. Estas singularidades supermasivas lo devoran todo, hasta la luz misma, cuando osa cruzar el límite invisible trazado por ese precipicio universal que es su horizonte de eventos, ahí dónde verdaderamente el tiempo se acaba, donde el retorno a la existencia se vuelve imposible. Para encontrar a esa bestia cósmica que habita agazapada en el mismísimo corazón de nuestra Vía Láctea, y con la ayuda del olfato refinado que permite a los genios observar donde los demás sólo alcanzamos a ver, Ghez y Genzel estudiaron con ahínco las señales infrarrojas provenientes de ese deslumbrante centro de nuestra galaxia, para descubrir una pléyade que danza hipnotizada rumbo a su desaparición, girando desde hace miles de millones de años rítmicamente alrededor de un objeto cuya masa iguala a la de unos cuatro millones Soles: un agujero negro.
La pieza final de este ilusorio rompecabezas concebido por John Michell y Pierre Simon Laplace desde finales del Siglo XVIII, fue puesta en su sitio en abril del pasado 2019, cuando los científicos del Proyecto del Horizonte de Eventos dieron a conocer la primera imagen construida para un agujero negro, el llamado Messier 87.
Lo anterior, dicho sin aberraciones.
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