26/Apr/2024
Portal, Diario del Estado de México

TEODORA DE TENANGO, 1914

Fecha de publicación:

CUENTO INCLUIDO EN EL LIBRO LAS VICTORIAS INADVERTIDAS”

Delfina Careaga

La boruca creció. Ya no se escuchaban tan lejos. Ella apretó los labios y los párpados. Su mano se aferró crispada a la puerta del gran guardarropa desvencijado. En completa oscuridad, los vestidos, los abrigos, colchas, toda la ropa vieja, le caía sobre la cabeza, sobre la cara. Adentro, oyó las precipitaciones de la servidumbre, de los pocos trabajadores que no habían huido.

—¡Ya vienen!… ¡Escondan a las mujeres!… ¿Dónde está la niña Teo? —era la voz del viejo administrador. Pobre, con su triste amor a la honestidad.

El estrépito maduraba. Caballos al galope; agudos alaridos. Balazos… La gente de Teodora había desaparecido, ya no hacía ruido alguno. La casa grande de la Purísima, suicida, enfrentaba la Revolución con sus balcones cerrados, muda, altanera, abandonada e inerme.

“¡Ahora sí me llegó mi hora, Padre mío…!”. Las lágrimas corrían por las mejillas de Teodora, mezclándose con un transparente escurrimiento nasal que humedecía el oscuro vello del labio superior. Ya no creía que ahí, en ese tapanco, hasta el tercer altísimo piso, era un  buen  escondite,  pero  la  sola  idea  de  salir la estremeció dolorosamente. “¡Dios misericordioso, ayúdame! “.

Afuera, a la intemperie, en medio del infierno tronador, Lino Aguirre comandaba a los treinta y cinco hombres pertenecientes a una banda de rebeldes del distrito de Tenango. Junto con sus viejas, hoy sumaban cincuenta. Emiliano Zapata era el jefe máximo de él, de todos.

—¡Ya no chillen, compas! ¡Ahí’tá la Purísima pa que nos dé su bendición!

Esta vez los gritos pudieron oírse a más de un kilómetro. Venían quebrando albores, envueltos en nubes de polvo. El Mirón abrió desmesuradamente su único ojo.

—¿Ya oyites? —gritó a Torcuato que cabalgaba a su lado—- ¿No querías que te pusieran donde hay…? Pos aquí te digo que vamos a tener unos “avances” que ni te afiguras. Gente pudiente la de este canijo rancho…

La respuesta de Torcuato sólo fue espolear a su cabalgadura dejando atrás a su hermano. El Mirón sonrió: su carnal, el sonso, era callado, pero valiente y entrón, cómo no.

Tiraron la reja con las reatas. Atravesaron desbocados los patios. La plaza se rendía sin derramamiento de sangre. El ruido de los caballos y de los hombres retumbaba brutal en las vetustas piedras. Teodora, aferrada la mano en la puerta, se fue agachando entre la ropa del ropero hasta quedar en cuclillas. Un destello de calma le subió al corazón cuando sintió sus piernas empapadas por la orina caliente que le fluía como un consuelo. Entonces derribaron el portón de la hacienda. “¡Dios sacratísimo, sálvame! ¡Soy virgen!”. La niña Teo —como le decía su gente—, con cincuenta años cumplidos, clausurados los párpados y los dientes y las uñas encajándose en la cabeza, se dejó caer sentada sobre el charco de meados. Y entonces… Teodora se durmió. ¿Diez, veinte segundos, minutos? Quién sabe. Era tanto el miedo que, como defensa, su organismo decidió ampararse bajo la inconsciencia del sueño. 

—Ora, ¡aquí no hay más que libros y papeles! —decía uno.

—Pos hay que buscar, compadre. Lo bueno no sale a saludarnos —decía otro.

Un bigotón, con el calzón blanco ajustado bajo la abotagada barriga, se paraba en el sofá desgañitándose en aullidos y brincando en tanto descargaba su rifle agujereando el techo. Tres mujeres se ocupaban en abrir los cajones de un fino secreter.

—Allí han de guardar sus joyas las jijas riquillas ésas…

—¡Qué bruta!, en este mueble no se guarda el oro, sino la cecina mientras se seca…

—¡Ah, mensas!… ¡Ya se abrió un cajón!… ¿Ven? En este chisme puros papeles se almacenan. Yo lo dije.

Otros destrozaban las sillas y los sillones.

—Me dijeron que dentro los catrines esconden su dinero.

—Pos aquí, ¡puras niguas!

—Pos acá… ¡las mesmas!

Los cuartos, las salas, los despachos, las bibliotecas y los comedores eran tantos que en la planta baja bien entretenían a los rebeldes que se embolsaban toda clase de objetos. Por la espectacular escalera del hall sólo un hombre subía. Torcuato pisaba cada peldaño con cuidado, como si se encaminara hacia lo que ni volviendo a nacer podría imaginarse. Y por increíble que parezca,  en el altillo Teodora escuchó sus precavidos pasos.

 

Había despertado con un azoro lacerante. Recordó. Pudo oír el caos. Alguien llegaba al primer piso. El frío húmedo le entró a los huesos. Olió el fuerte aroma de sus propias aguas. Y se levantó impelida como por un resorte. En ese instante dejó de pensar y se concentró en sobrevivir. De un brinco bajó al suelo. Su alto peinado se había desbarrancado y mechas de pelo rizado con algunas canas muy blancas le cruzaban la cara. Con desesperación se quitó el vestido, el corsé, las dos enaguas, las medias de popotillo, los botines, el calzón largo. Con el pie empujó todo bajo el ropero.

—A ver qué nos agenciamos arriba…

—¡Pos ándale, a ver!…

Temblorosa, como títere bailarín, se quedó con el puro corpiño corto, desnuda de la cintura para abajo. Ni se acordó de la vergüenza. Con un abrigo se secó el cuerpo, los pies. Sin verse en el espejo del ropero metió la mano y arrancó el primer vestido a su alcance para ponérselo de prisa. Le quedó muy grande. Luego halló un hilacho con el que logró amarrarse la cintura. 

Torcuato entró al desván. Uno a otro se volvieron puros ojos de pasmo. Después, con el corazón golpeándole las costillas, ella dio dos pasos hacia atrás. Él también retrocedió; pero no alcanzó a darle sonido a la pregunta de  “¿quién eres?”.

En el primero y segundo piso los rebeldes se desparramaron. El vocerío, el ruido de la batahola, se volvían rugidos como arremetida de huracán. Los muebles caían, las lámparas del techo se estrellaban, los vidrios de los balcones se hacían añicos sobre la madera del piso que gemía…

Tres mujeres llegaron sofocadas al tapanco: La Prieta, La Chula y La Pelos. Eran soldaderas sin dueño: pa todos. De momento no se dieron cuenta ni de Teo ni de Torcuato.

—¡Méndigo roperote…! ¡Ya estuvo que nos vestimos curras pa todo el año, digo!

—¡A darle!…

Entonces La Pelos advirtió a la niña Teo.

—¿Y ésta?…

Las otras dos se detuvieron. Una de ellas volvió la mirada hasta el hombre.

—¿Y ésta? —repitió— ¿Es tuya, Torcuato?

El terror puede desprender los ojos de sus órbitas. Teodora lo sintió, y así miró a aquel tipo esperando su sentencia. Pero él no contestaba.

La Chula caminó hasta Torcuato y con su boca chueca le habló echándole su aliento briago.

—¿Pos qué n’oyes? A esta suripanta ni la conocemos. ¡Mira qué fachas! ¡Descalza!, pero si es pa ti, pues no tienes que echarnos mentiras. ¡Ya era hora, mudito! ¿Pos ónde la escondías?

Las tres rieron. Enloquecida, Teodora, se fue hacia la mesita junto a la pared y cogió el candelabro de plata oprimiéndolo contra su pecho.

—¡Pos sí que salió águila esta flaca! —La Pelos llegó hasta Teo y se lo arrebató. Las otras dos se les acercaron.

—Oye, calaca, aquí no vas a meterte sin permiso —dijo una.

—Todo es de nosotros y si nosotros queremos aventarte migas, pos armadota que te dites, ¿vites? —dijo la otra.

—¡Y eso si eres mujer de Torcuato, digo! —terció La Prieta.

Las tres fijaron de nuevo sus miradas en el muchacho.

—¡Habla, hombre! ¿quién es ella? —gritó La Pelos.

Torcuato siguió callado, como midiendo respuestas.

 —Pos si eres una entrusa, aquí te jallaste a tu madre, digo. —Y La Prieta dio una primera bofetada a la niña Teo que tembló peligrosamente y cayó al suelo. Allí liberó a su cuerpo de la tensión: se encogió todita y empezó a llorar desesperada.

—A mí estos pucheros me vienen guangos, hija de tu… ¡Aprende que no es fácil entrarle a la guerrilla de Lino Aguirre, desgraciada!

—De los alrededores debe haberse colado… —Y La Chula y La Pelos arremetieron contra la hacendada dándole puñetazos en la cara y en la cabeza.

—¡Por piedad!… —sollozaba.

Al rato, como si de repente recordara quién era la dueña, Teodora se levantó decidida, que para humillar al miedo se recurre a la rabia, y espantándose los manazos como si fueran avispas, gritó a voz en cuello:

—¡Sí! ¡Sí! ¡Sí soy la mujer de… éste! ¡No pueden pegarme! ¡Él me trajo! ¡Él me trajo!

El aludido, sólo levantó las cejas de puritito asombro.

—¿Será, Torcuato?

En lugar de contestar, él se fue acercando a Teodora, mirándola como a un ser de otro mundo. Ella no cesaba de repetir con voz chillona, escupiendo saliva, mocos y lágrimas:

—¡No puede pegarme nadie! ¡Yo soy la mujer de… éste! ¡Yo no vine sola! ¡Él me trajo!… —Entonces arrebató de nuevo aquel objeto— ¡Y este candelabro es mío, ladronas!

Ante el silencio del muchacho, las tres mujeres volvieron a arremeter contra la niña Teo.

—Qué mío ni qué mío. ¡Ya verás por encajosa cómo te va, tilica del diablo!… —Y La Pelos alzó el brazo.

Pero el brazo fue detenido en el aire. Torcuato lo sostenía con una fuerza que no lastimaba. A la soldadera le dio un recelo, pero sólo en lo blando del cuerpo, no en lo interno de los corajes.

—¡Ora, pues!… ¿Qué tráis, Callao?

Hasta ese instante Teodora se atrevió a abrir los ojos. Y se cimbró de pies a cabeza, se le secó la boca, la vista nublada, empapadas en sudor las manos, toda llena de palpitaciones, de escalofrío y de unos curiosos chiqueos de desamparo porque por fin tuvo la certeza de que había alguien que la defendía. Sí, él.  Nadie antes. Y entonces recibió un susto de corazón alto que se trastocó en la mayor alegría. Torcuato se transformaba en ¡la augusta efigie de la justicia…

Cuando empezaron a llegar los demás, Torcuato ya había puesto un brazo sobre los hombros de Teodora que confundida en el circundar de la emoción, sólo acertaba a estarse quieta, bien pegadita a aquel muchachote tan alto. Todavía asustada, pero ahora ya mostrando el alma en su cara…  

—¡Este ropero está lleno de meados, carajo!  —dijo La Prieta saliendo del guardarropa.

El Mirón se abrió paso a codazos hasta llegar a su hermano.

—Ora tú, ¿de cuándo acá? Pos dinos quién es ésta, tú.

Torcuato iba a responder, pero fue Teodora la que lo hizo con voz tipluda.

—¡Es… es… él es… mi esposo! ¡Nos casamos en Zacualpan!

Todos echaron la gran carcajada. El Mirón enfocó su ojo a los dos del hermano.

—¿Oyites? ¿Cuándo? ¡Son puras largas y si no contestas, nos ajusticiamos a esta changa!

            Pero no hubo tiempo porque uno ya agarraba la mano jaloneando a Teodora. Torcuato dio una trompada al impaciente. Instintivamente, ella se resguardó abrazada al pecho del muchacho, quien de plano la rodeó con ambos brazos.

Como si la sostuviera el aire, ella fue respirando de a poco el olor del sudor, de la mugre, del sol y la lluvia, del polvo levantisco de la tierra, del maíz, del árbol y el monte, todo menudo, pero todo colosal, recruzado por el pródigo aroma del macho. Perfumes que, con orden, había embebido la rota camisa de Torcuato.

            Hubo un instante de suspenso.

            —No, pos así, ni hablar —y El Mirón no habló más.

Torcuato sintió bajo sus manos la espalda de Teodora, sus frágiles huesos como elegantes palmas de cristal, el olor a limpio de su pelo, el ácido dulce de su piel intocada, transparente, lejana. Para ella, sólo pa ofrecérselos, el corazón de Torcuato abrió su corazón a todos los amores que podía albergar. ¡Dios bendito: cabía tanto! Por eso, cuando se atrevió a mirarla, vio su propia sonrisa en los labios delgados de la niña Teo.

—¿Qué se volvieron estuatuas?

—¿Se durmieron?

—¿Qué hacemos, Mirón?

—Sepa, ni conozco a este mi hermano tan subjuntivo…

Entonces entró el jefe Aguirre.

—¡A ver si se despabilan! ¿Qué jijos se traen ustedes?…

Mientras, ella y él abrían de par en par las puertas de sus particulares universos.

El embrujo había dado muerte al origen de Teodora, a su posición, a su riqueza y a su historia. Ahora, transformada en la joven Teo, se entregaba al amor para recorrer con él un sendero florido. Torcuato era el premio a la atroz espera; era el elegido, el hombre de la casa, el hueco de Dios hecho carne, el patriarca que protege de todos los peligros que afrontó solita, arrastrando apenas su opresiva melancolía. Porque él era quien da de comer al hambriento. Quien viste al desnudo. Quien da de beber al sediento… Era aquel humilde a quien Nuestro Señor Jesucristo un día en la montaña le prometiera la gloria. ¡Gloria a ti, Santísima Trinidad, que te has apiadado de tu sierva! 

Abrazados, con sonrisita consagrada, empezaron a salir entre la estupefacción de los otros que percibieron presenciar algo del otro mundo.

—¡N’hombre!

—¡Ah chintete…!

Torcuato sólo sabía de la vida por su cuerpo; y por su cuerpo se dio cuenta que aquella desconocida había nacido para él, para pertenecer a un revolucionario, defensor del hambreado, del sin tierra y sin libertad, como decía Miliano, de aquel que jamás tuvo. Y ella —eso sí que lo sabía de cierto—, ¡nunca nunca había tenido…! Esta mujer, pues, tan flaquita ella, ¡quién lo diría!, ¡era la meritita autoridad de la lucha armada!

Nadie supo a dónde partieron. Los demás, cuando pudieron reaccionar, salieron para seguirlos, pero Teodora y Torcuato se habían esfumado…

—Pero yo no. ¡Pero yo sí! ¡Ya óiganme valedores! Yo sí que los devisé: de tan arrejuntados apenas podían subir pa arriba, pa’l paraíso celestial sin pisar tierra. ¡Ay, les digo!… ¡¿Qué no saben oír más de lo que les estoy diciendo?! —Y la Prieta, exasperada, juraba y perjuraba, porque desde chiquita tenía conocimiento de que los grandísimos amores —pero dealtiro ¡grandísimos! ¿eh?— tienen su destino escrito en tabla de oro que dice que si los amantes se encuentran en el cielo, pos tambienmente terminan allá lejos.

—A mí eso se me hace raro creerlo. Pero ¿onde pudieron irse?… ¡Sabe!… Alto misterio. Unos que quisque ella era la muerte, por eso de la flacura. Otros, un alma en pena. Éstos que una bruja… El caso es que a esa mujer de la tierra o de otro lugar, le gustó el sonso de mi carnal quén sabe para qué menesteres. Pero no liase, porque yo como que se me afigura que no se jueron de plano. Que Torcuato anda por acá viendo cómo la andamos pasando su gente.

—Así pensamos todos —concluyó El Mirón y no se volvió a hablar del asunto.

*** 

Y aquello que carece de explicación, es mejor anclarlo a la leyenda.

Al cabo del tiempo, ya terminada la revolufia, entre los sobrevivientes continuó hablándose de aquellos amantes únicamente presentes cuando los revolucionarios estaban por perder una batalla. Y él y ella, allá sobre la punta de cerro, o de una roca, en cualquier lugar que estuviera en alto, bien derechitos  sobre sus cuacos —como una sola imagen altiva y serena, carabina al hombro—, les infundían tales bríos, tal inconmensurable energía, que los guerrilleros, por pocos que quedaran, por maltrechos que estuvieran, terminaban dándoles a sus contrarios hasta por debajo de la lengua.

Y eso es lo que se anduvo diciendo… ¡vaya usted a saber si fue cierto!…

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