Es la tarde de mi cumpleaños treinta y ocho y, fiel a la costumbre de sobremesa, mi mamá comienza a relatar un momento de su vida. Cualquier palabra es detonante; no recuerdo cuál fue en esta ocasión. Aquel día nos remontó a cuando ella tenía doce años, hace ya cincuenta y ocho años de eso. Logro encender la grabadora del celular sin que ella se percate. Ocho minutos bastaron. Tras el deleite y el asombro, escucho la grabación una y otra vez. Me percato de los detalles, de las palabras inusuales (para mí) con las que describe aquel instante que ha perdurado en su memoria. Acudo a ella y le pido que me explique. Mis dudas, otro detonante. Me cuenta la anécdota una vez más, y ahora es más excplícita, porque quiere que la entienda a la perfección. Sale a relucir su experiencia de docente durante treinta y dos años. Me dice que tiene muchas más cosas por contar.
Hoy, una parte de su historia encuentra eco en la letra impresa, una expresión viva de su voz. Escucharla es muestra de respeto y una forma de hacerle saber la importancia de lo que tiene que decir.